miércoles, 23 de septiembre de 2009

Viejos esqueletos

TRES HISTORIAS DE AMOR


VIAJE

Zulema corría por los andenes de la estación, sin notar que el tren ya había partido. La luz del sol, en el fin del atardecer, atravesaba la enorme abertura de esa especie de semicilindro de hierro que es la estación Retiro, y se filtraba también por los tragaluces del techo. El arco gigante, que permite la entrada y salida de los trenes, la había impresionado desde niña, en su primer viaje a Buenos Aires. Retiro se le había aparecido entonces como un gran palacio oscuro y ruidoso, de columnas curvas, poblado de seres y cosas en movimiento constante. La había intimidado, como luego lo hizo Buenos Aires, y nunca dejó de sentirlo así.

Pero ahora no podía pensar. Necesitaba correr, con la mente alerta y el cuerpo ágil, para encontrarlo. Sólo tenía ojos para los hombres altos, morochos. El que ella buscaba, debía tener un buzo rojo y un bolso negro, según lo habían acordado en su última cita, para hacer más fácil el encuentro. Igual, los miraba a todos y a cada uno. ¿Y si él se hubiera olvidado del buzo rojo y el bolso negro?
Si veía a uno de espaldas, daba un rodeo, lo enfrentaba y luego seguía corriendo.
Chocaba así con medio mundo. La mirada, fija, por momentos huidiza. El torso algo inclinado hacia delante, debido a la ansiedad, y al peso de la mochila. Insensible a los empujones, a los gestos de sorpresa o fastidio. Recién cayó en la cuenta de que El Tucumano había partido cuando vio pasar a grupos de gente, caminando hacia el hall central. Eran los que todavía tenían esa costumbre arraigada de despedir a sus allegados, como un rito, o una forma de acortar distancias, de seguir ligados a su tierra.

El tren se había ido. Y él, ¿adónde estaba?
Se quedó quieta en medio de la gente. Sus fuerzas habían desaparecido. Temblaba y sentía que las piernas no la sostenían. La noche con sus sombras, había cambiado el lugar. Los focos de luz blanca, los carteles luminosos, le daban un aire más irreal y hostil a todo. Arrastró la mochila hasta una columna y se dejó caer al lado. Abrazada a sus rodillas, los ojos deambulaban por el entramado de hierro del techo. Necesitaba hilar un pensamiento lúcido sobre lo pasado ese día que ella creyó, sería el último en Buenos Aires. Pero, ¿en qué se había equivocado? Había corrido como una desgraciada esos últimos tiempos, para ordenar, cerrar y clausurar su vida aquí. Y había confiado.
Se acordó de la expresión sobradora del patrón, cuando le liquidaba el mes, como diciendo: “ya vas a volver”. Sus nervios en el colectivo, al darse cuenta de que una manifestación sindical había cortado el puente Pueyrredón. Se hizo tarde. Pensó que él estaría en el andén, esperándola. Era una ilusa sin remedio: le había consagrado su vida, pero él no podía cambiar sus planes, por ella…
Apoyó la cabeza sobre los brazos cruzados. Las lágrimas salían mansas, continuas. Esta hubiera sido su despedida de Buenos Aires, que la había rechazado, o por lo menos, esa fue su impresión. Una despedida con cierto gusto a revancha, porque se iba a ir con el amor de un porteño. Pero ahora era el gusto amargo de la desolación.

Un roce sobre su hombro izquierdo la volvió a la realidad, a la conciencia del riesgo que corría ahí, sola, a esa hora.
Levantó la cabeza: era él, con su buzo rojo y el bolso negro. Dos ojos enrojecidos la miraban. Se sintió izada y apretada en un abrazo interminable.
La estación Retiro empezaba a parecer distinta, más hospitalaria. Hasta un aire cordial, humanizado, se irradiaba de los que pasaban. No hizo falta decir nada. Encaminaron sus pasos hacia el hall central.

ELSA BERNALES

Pertenece al Taller de Producción y al Grupo de Lectores desde el año 2005
Es Bibliotecaria y ha tenido la capacidad de transmitir a muchos chicos su amor a los libros. Es lectora imparable, sus comentarios son certeros y los hace con su particular modestia y dulzura. Casi podría afirmar que es una de las integrantes más generosas y queridas. Es un gusto leer sus cuentos.


ZOYURO Y KIMURA

En este momento, con mi copa de vino en la mano y la música sonando suave, necesito escribir una historia, y como siempre, pasa que pronto quiero explicarme. Es ahí cuando me pienso y ya no puedo contar.
Contar alguna historia, como la de Zoyuro y Kimura, la pareja japonesa que años atrás adoraba los colores, y sin embargo, ahora cada vez pintaba menos.
Kimura, educada con reglas milenarias, no se atrevía a decirle que estaba errado en muchas de sus empresas, que esos cuadros valían más que esas monedas que le daban por su trabajo. No se atrevía a decirle muchas cosas.
Para Zoyuro, ella servía el mejor té, adoraba su mano bajo el plato y su reverencia. Sus pasos cortos, el suave arrastrar de sus pies.
El sol entraba entre cortinas naranjas, simulando el atardecer. Pero aun eran las dos y debía volver al trabajo, a las cuentas y no mirar a los costados. A los pensamientos que, de a ratos, le devolvían una libertad recortada.
Kimura lo miró en silencio, él acomodaba su traje cuando la vio en el espejo, ella, no bajó la mirada. Entonces, él supo que no debía volver al trabajo. Algo pasaría esa tarde. Kimura tenía algo importante que decir. Por eso partieron a la cabaña del bosque, su lugar especial.
Cuando me pienso, y creo que la historia va hacia donde quiero, ésta se frena, no avanza, me demuestra que sólo va donde ella quiere, como un hacha, que no es arrojada por nadie. Me demuestra que no soy tan importante. El cuento es libre.
A la terminal de trenes llegaron cuando realmente atardecía. Se recostaron en un asiento doble, y fueron adormecidos todo el viaje por el reflejo de un sol rojizo en el vidrio. En uno de los paisajes que la velocidad del tren permitía ver, los dos, muy pegados al vidrio, se besaron. Se besaron y abrazaron en un lugar público, por primera vez, luego de veinticinco años.
El tren frena en una estación de montes frondosos, de árboles altos cubiertos de nieve. Ellos bajan, y recorren un camino de piedras hasta la entrada de un bosque, allí hablan con el chofer de uno de los carruajes, suben y comienzan a atravesarlo.
La nieve no entraba en el bosque, se derretía en las hojas de los árboles, y caía en sus rostros, en gotas de lluvia. Zoyuro, rápidamente sacó su abrigo y cubrió a Kimura, para que no sintiera los golpes del agua en la cara.
Llegaron a la cabaña de noche. Corrieron los cuadros que estaban apoyados por todos lados, y mientras Zoyuro encendía el fuego, ella cubría sus hombros con una manta. Se volvieron a besar.
A veces, soy tan iluso que creo cambiar el rumbo, pienso que puedo, entonces me invento que ella no cuenta nada importante, que no está embarazada.
Pero inevitablemente, la historia va donde quiere, y por más que agregue pisadas por fuera, una ventada y un mirar asustado de ellos. Por más que las velas se caigan, y el viento haga golpear las chapas con fuerza, pasa otra cosa.
-¿Otra vez ese hombre? - preguntó, él. Kimura permaneció en silencio, sus ojos brillaban como un escaparate recién armado. Zoyuro se arrodilló frente a ella y le corrió parte del flequillo que tapaba uno de sus ojos. Con un delicado movimiento, y sin bajar la mirada, Kimura, llevó sus dos manos al vientre. Las lágrimas de él, no tardaron en brotar.
Afuera seguía nevando. Alrededor de la casa, unas huellas rodeaban el lugar. Alguien realmente los acechaba, como si yo, lentamente, fuese metiéndome en la historia, como si hubiese tomado el timón.
Extrañamente, es un hombre alto, muy alto para ser japonés. Lleva un camperón impermeable con capucha, pantalones anchos y botas de cuero. En una de sus manos, un balde, en la otra, tomada por el extremo superior, un hacha de tumbo, tan larga, que arrastra por la nieve, dejando un surco que parece perseguir las pisadas.
Hicieron el amor sobre una alfombra frente al hogar. El se ocupó como nunca de que Kimura gozara. Tardó en desnudarla, primero introdujo las manos bajo una ropa ya desarreglada de ella. Luego, aunque sus deseos primitivos quisieron arrastrarlo, se contuvo, y sólo rozó varias veces, en círculos, su flor de agua que parecía derretirse y asomaba inquieta. Kimura no habló, pidió con uñas tenaces pero él siguió en su juego. Ella tembló, cuando por fin Zoyuro se sumergió en la laguna. Un gemido agudo se escuchó en todo el bosque.
Los ojos del extraño se reflejaron en la hoja de una ventana. Mientras ella temblaba, el hombre corpulento también lo hacía bajo la nieve, apretando cada vez con más fuerza, el hacha.
Y cuando siento que soy un creador y que todo lo puedo inventar. Cuando pienso que no hay historia que me domine, y afirmo que este cuento, ya no es más de amor, y que el extraño viene a matarlos, esto no ocurre. Como si la historia fuese matándome a mí.
Se sobresaltaron, uno de los cuadros cayó de su atril, uno de rombos de colores, colores primarios que se funden entre sí. Zoyuro se apresuró a levantarlo.
-No quiero que trabajes más en la fábrica- le pidió Kimura.
El terminó de acomodar el cuadro en el atril, asintió con la cabeza, y volvió a recostarse a su lado mientras las brasas se convertían en cenizas. La cabaña estaba casi en penumbras, sólo quedaba el final de una vela que bailaba en la única sombra.
El extraño, sigiloso, gira el picaporte e ingresa en un pequeño estar.
Entonces una certeza me invade, los dos van a morir, en el balde del extraño hay cuerdas, los atará, los torturará y por más que Kimura le ruegue, el los matará. La historia está en mis manos, la historia está en el hacha.
El hombre corpulento se acerca hacia la poca luz del ambiente contiguo, por un equipo de música brota una banda sonora, hay una copa de vino apoyada junto a un ordenador.
Kimura y Zoyuro, vuelven a hacer el amor. Con la certidumbre que sólo tienen las historias, saben que él no volverá a la fábrica, que venderán mejor esos cuadros, allí, en el bosque, lejos de la ciudad.
El extraño, con movimientos bruscos tira la copa y se arroja sobre la víctima.
La poca luz que da mi ordenador, me permite espiar la silueta enorme que se abalanza, siento el silbido del filo en el viento, veo el hacha cayendo con fuerza, sobre mí, sobre este inocente que cuenta, y que cree poder cambiar las historias. Antes del impacto, antes de que esta historia me mate, creo lograr poner un punto final.
A media mañana, Kimura y Zoyuro salieron a caminar por la helada, el sol estaba fuerte, el agua ya caía por las pequeñas depresiones del bosque. Cantaban los pájaros. Al ver las pisadas, no se asombraron, ni siquiera se preguntaron que sería ese caminito que parecía perseguir las huellas.
CARLOS CAPOSIO

Participó en el Taller de Escritura y Producción, los años 2005 y 2006.
Se ha reintegrado este año. Hace lecturas en público. Es periodista recibido en TEA. Está en Segundo Año de Cine en la Escuela Municiupal de Vicente López. Es voluntario de Proyecto Horizonte y conduce un Taller Literario para adolescentes en La Cava. Nos ha prometido que no va a dejar de escribir.


VIEJOS ESQUELETOS


Amanece sobre el mar. El sol asoma en el horizonte, acostado en el agua. El viejo está sentado en la puerta trasera del café. La petaca de cuero, sostenida por su mano crispada, contiene el último trago. La brisa del amanecer mueve una cortina de cañas que se escucha como el ruido de los huesos sueltos de un esqueleto. El viejo dice, quedamente:
-Así que es eso; para eso has venido hasta aquí.
El joven mira al suelo y mueve los pies, despacio, dibujando arabescos en la arena acumulada.
-Así es –contesta – tenía que venir. No podía esperar más.
Dos meses antes el joven había llamado por teléfono una tarde, cuando el café estaba lleno de gente, preguntando por Cosme. El viejo atendió, haciendo bocina con la mano en la oreja, y escuchó su voz fresca del otro lado de la línea:
-Soy tu nieto, el hijo de Lucía, voy a verte

El rostro de su única hija apareció ante sus ojos como la última vez que la viera, hacía ya veinte largos, irreparables años.
Revivió el momento, la despedida amarga, las pocas palabras que cerraron el círculo de incomprensión y fatalidad que había cercado las vidas de ambos.
Cosme sólo tenía a Lucía desde que enviudó. Lucía sólo tenía a su padre desde los ocho años. Cosme se aferró a la niña sin compartirla. Ni tías ni primos existían en el horizonte de los dos. Sus vidas se entrelazaban como las hebras irreconocibles de un tejido apretado. Cosme no permitía grietas ni hendiduras en la trama. Lucía creció asfixiada por un amor egoísta. Un día, a los dieciséis años, descubrió el amor desinteresado. El enamoramiento fue revelador para Lucía y fatal para Cosme. La playa nocturna y solitaria, lugar de encuentro de los amantes, se convirtió en escenario de violencia. Una noche sin luna la mano de Cosme segó la vida con la que no podía competir y Lucía partió, con destino incierto, a los diecisiete años, esperando un hijo sin padre, para no volver jamás.
Como si hubiera enviudado nuevamente, vivió Cosme esos años. Se recluyó en el café, atendiendo a clientes habituales del pueblo y a veraneantes de paso, y a todos los que preguntaban por la hija les decía que había muerto. No buscó ni tuvo noticias de ella ni de su nieto hasta el día extraño en el que recibió la llamada telefónica y la advertencia:
-Soy tu nieto, el hijo de Lucía. Voy a verte.

Dos meses más tarde el amanecer los encuentra en la puerta trasera del café, viéndose los ojos por primera vez.
-Así que es eso, para eso has venido hasta aquí -
-Así es, tenía que venir, no podía seguir esperando, antes de morir mamá me lo contó, todo.
-¿Qué querés de mí?
-No espero nada, sólo quería verte a los ojos una vez; para tratar de entender por qué.
-Eso; ni yo mismo lo sé.

Cosme empina el último trago de la petaca de cuero que lo acompaña desde hace tanto tiempo, mira las cortinas de caña que cada tanto repican con la brisa y camina despacio, con la espalda encorvada bajo un peso invisible. Cruza la playa y se interna en el mar, hacia el amanecer.



Graciela camina por la arena húmeda de la orilla. Son las seis y media de la tarde del último día en la costa. Como le escapa al sol, ésta es la hora preferida para las caminatas, aunque ya se sienta el fresco del viento marino. En los cinco días anteriores, sus pasos la han llevado hacia otros balnearios, por eso no reconoce las construcciones que empiezan a aparecer una vez que se ha alejado de la casita que alquilan.
Al acercarse más se encuentran los fondos de varios paradores que tienen su frente sobre la ruta paralela a la costa. Uno le llama la atención. Tiene una cortina hecha de cañas que se entrechocan con un sonido a huesos. Le recuerda un cuento y se acerca más para mirar adentro.
Cuando entra, nota que el salón está fresco y se huele un débil aroma a alcohol, dos hombres toman cerveza, sentados cerca de una ventana, otro come una empanada mientras mira en el televisor, colocado sobre una repisa, una pelea de box.
En un momento de repentino recuerdo ajeno, se acerca al mostrador y pregunta por Cosme. La mujer, que acomoda platos en un estante la mira, evaluando a esa extraña, sin duda de la ciudad, que pregunta por él.
- Bueno... el viejo se fue hace ya tres..., cuatro años...- comenta casi sin mirarla
-Y por casualidad, ¿sabe algo del nieto? Lo dice sin pensar, la imagen de un joven con una valija le ha venido a la mente en cuanto cruzó la habitación
-Mm... yo creo que se fue al día siguiente al que murió el Cosme, o sea, al otro día que llegó. En el pueblo ya no se lo vio, nunca más.
Graciela se sienta a una de las mesas vacías y pide un té. Al alcanzárselo, la mujer del mostrador se queda mirándola con curiosidad y Graciela la invita a sentarse con ella. Inesperadamente, acepta, parece sentir también ella que algo extraño pasa.
-Yo no soy de acá- aclara Graciela- pero leí una vez un cuento sobre Cosme y su nieto, y siempre creí que eran personajes inventados, que no eran reales, quiero decir.
-Ah... no, eran de verdad, mire, Cosme vivió acá cerca de cincuenta años, si... a ver... llegó con Lucía que era una pibita de unos ocho años, y cuando se fue tenia diecisiete, y pasaron veinte hasta que el viejo murió. Si señora, fueron muchos años, y nos conocemos todos.
Se queda callada, repasa la mesa con un trapo limpio y parece que va a seguir hablando, pero no dice nada más
Graciela sabe que tiene que volver por la playa antes de que caiga la noche, pero se resiste a dejar el lugar sin preguntar otra cosa
-Entonces ¿es cierto que se ahogó en el mar? ¿Que se suicidó?
-Que se ahogó, si señora, que se suicidó... y… ¿quién puede saberlo?
La habitación se ilumina cuando los últimos rayos de sol bajan sobre el mar y entran por la tintineante cortina de cañas. Graciela termina su té, lo paga y antes de salir pregunta
-¿Es cierto que mató al novio de la hija? La expresión de la cara de la mujer se cierra y un rayo de sol le colorea las mejillas.
-Mi hijo está enterrado en esta playa, cerca de la orilla, y el agua que lo baña todos los días le debe contar en qué fondo se pudre el cadáver del viejo, y cuántos huesos le quedan al esqueleto.


IRENE FASSI

Madre de cinco hijos, lectora insaciable. Se caracteriza por saber “escuchar” de veras y comentar acertadamente sobre los cuentos que se leen. Está en el Taller de Escritura desde 2003. Ha participado en casi todas las Lecturas en Público. Su estilo es conciso, impecable y en sus cuentos hay otras historias encerradas, que la obligamos a encontrar y desarrollar.

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