miércoles, 30 de junio de 2010

El "Leoncito"

El cuentito de Diego y el León

Por el tío Ariel



Había una vez un diego que se llamaba León y un león que se llamaba Diego.

El niño Diego era un León y era el rey de la selva. Su papá Adrián era “el Rey del mundo”.

El León Diego era un niño y era el sobrino del tío Ariel.

“¿Cómo había que hacer para que Diego sea un niño y León un animalito?”, se preguntó el tío Ariel. Pensó un rato largo. Y dijo: “ya sé... le voy a preguntar a la bruja, granuja y Silvanuja de Silvana”.

La bruja Silvanuja vivía en una cueva de terror.

El tío Ariel le mandó un e-mail. Y la bruja Silvanuja le contestó: “chist”. Luego, agarró la escoba y salió volando por la ventana. Fue a pedirles a las Hadas, Lucila y Celeste, la “Varita mágica”. Con la varita mágica dijo las palabras mágicas: “Abracadabra, pata de Cabra”.

Y finalmente el León se convirtió en el rey de la selva. Pero, lamentablemente, Diego se fue corriendo con su mamá Leticia, porque el León se quería comer al niño, de postre.

Y colorín colorado, este cuento se ha terminado.



Dedicado a Diego León, en Florida,
el 3 de septiembre de 2009.

sábado, 26 de junio de 2010

El "Leoncito"

Éste es un "loco lindo"

El psicótico

Por Ariel von Kleist

... el neurótico obsesivo tiene miedo

de lo que él podría llegar a hacer.

(Viktor E. Frankl)

Cómo puedo estar diciendo esto cuando estoy... en el cuarto de contención de la clínica psiquiátrica.

“¡Yo soy inteligente!”, exclamé en el consultorio. Y a los gritos: “¡No me falta seso!”. La doctora gritaba: “¿¡Podés parar Ariel!?” , mientras que la enfermera preparaba una inyectable.

Cuando me sujetaron entre cuatro me dijeron: “vení chiquito que esto no te va a doler nada”. Y sentí que me clavaban la aguja, que parecía que me la enchufaban hasta el hueso. Apreté los dientes. Me sentaron a los empujones a una silla y me ataron con correas. Comencé a marearme. “A ver el cárdex de este muchacho”. Y le dieron una hoja del fichero. “Le vamos a hacer un ajuste del halopidol y lo mandamos al spá”, dijo la doctora con la calma ya recuperada. “Hay que avisarle a la familia que le lleven ropa, y que vengan a firmar los papeles de la internación”.

“¡No!”, grité, y me abalancé sobre la psiquiatra con silla y todo. Me caí al suelo. Y después tengo recuerdos borrosos. “A ver Silvia si sos valiente y lo levantás del piso...” fue lo último que escuché. Me dormí como un elefante. Cuando desperté sentía el sonido de una sirena y mucho mareo.

Me bajaron en una camilla y me recostaron en el Office de enfermería. Un hombre de guardapolvo blanco, que tenía una serie de papeles en la mano, y los hojeaba, dijo: “mejor sáquenle las cuerdas”. Se acercó hacia mí. Las enfermeras se retiraron. Me miró, me sonrió y me preguntó: “¿Cuál es su nombre?” Y se quedó esperando una respuesta que nunca llegó. “¿Qué pasó amigo?”, dijo más conciliador. Pero hubo un silencio más prolongado. “¿No vas a hablar? ¿Te tengo que decir como a los chicos, si te comieron la lengua los ratones?”. Con un terrible dolor de cabeza me incorporé y le quité la lapicera de la mano. Se la clavé en la pierna, que fue el único lugar donde pude asestar el golpe, porque me volví a caer. “¡Susana, Leticia!” pegó un alarido el médico. Entraron varias personas de ambo verde, pero ya no veía nada por el dolor y el mareo. “¡Llévenlo arriba y átenlo bien fuerte!... esta fue la admisión más breve de toda mi carrera”, dijo, mientras de un tirón se quitó la punta de la lapicera. Me forzaron a atravesar pasillos y escaleras, donde pesadas rejas se cerraron tras de mí.

Pasé toda una noche lluviosa. A las seis de la mañana, me bañaron y me dieron un pan con mate cosido. “Te ganaste el premio mayor”, me dijo el enfermero de turno, y me aplicó otro inyectable. Sentí como si se me soltara la lengua.

“No sé por qué estoy acá”, hice una pausa. “Lo único es que nos peleamos con mi mujer y le revolié una tijera... Y no sólo eso. Agarré la plancha, y se la chanté en la cara, y le dije: ¡andá a planchar mondongo!”. Y el enfermero me miró sin decir nada. Entonces volví a decir: “Si soy inteligente... ¿cómo puedo estar diciendo esto?”

FIN

Dedicado a la Dra. Alicia Pino,

en Martínez, el 11 de junio de 2009.

lunes, 14 de diciembre de 2009

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Publicación por parte de la Dirección de Cultura de Vicente López

En el Año 2006, dos integrantes del Taller de Escritura Creativa, presentaron un cuento en los Concursos Bonaerenses. Nos pareció importante incluirlos en esta Selección.

CUENTO GANADOR DE LOS CONCURSOS BONAERENSES POR VICENTE LOPEZ


EL LEGADO


Bajó del tren con la caja de cartón atada con piolines, miró a lo lejos mientras abarcaba con la mirada los campos de distintos verdes, formando simétricos cuadrados, las lomadas con sus montecillos y aquí y allá los rebaños de ovejas, salpicando el paisaje de blanco.
Después que el tren se marchó lo invadió el silencio, interrumpido sólo por algún pájaro que saludaba su llegada.
Se estiró las mangas del saco, que le quedaban cortas. Empezó a andar, dos leguas lo separaban de la casa, pero estaba acostumbrado a las distancias.
Su caminar era ligero, de trancos largos.
Los últimos rayos del sol caían sobre el horizonte iluminando las pocas casas de paredes blancas.
El humo de una chimenea anunciaba los preparativos de la comida nocturna; una buena sopa con un trozo de pan o quizás un guiso de esos que le gustaban tanto. Como no había comido durante el viaje, apuró el paso.
No bien llegó, dejó la caja con sumo cuidado para sentarse a comer los pocos embutidos que le quedaban y un pedazo de queso con galleta, porque pan no había.
Luego, cortó los piolines de la caja y comenzó a sacar los libros que le había dejado su abuelo como legado.
Pasó un largo rato sentado en su cama, apoyado contra la pared, pensando.
¿Por qué le habría dejado a él libros en ruso?
¿Cómo haría para aprender ese idioma?... ¿Qué imaginaba su abuelo al habérselo dejado?
¿Sería capaz de cumplir con el mandato?
Estas y otras preguntas lo dejaron exhausto, el cansancio lo venció y se quedó dormido.
Al amanecer salió con su rebaño, como si no hubiera pasado un día lejos de allí, con la única diferencia de que, esta vez, llevaba un libro escrito en ruso, con tanta naturalidad como si lo hubiera llevado siempre.
Se sentó debajo de un árbol y comenzó su primera lección.
El día transcurrió sin darse cuenta, como las palabras aprendidas.
Así un día tras otro fueron pasando los meses, los signos extraños le resultaron familiares y las palabras se convirtieron en frases.
Leía y repetía en voz alta con tanta tenacidad, que al cabo de un año el idioma ruso pasó a ser su segunda lengua, sin saber aún porqué ni para qué.
Fue un domingo de otoño, como tantos otros que bajaba al pueblo para reunirse con los vecinos en el único bar oscuro y viejo teñido de verdín y opacos vidrios, que entre risotadas alegres, después de unos cuantos vinos, escuchó que se disponían a mandar la mejor oveja de cada rebaño para concursar en una exposición ovina, nada menos que en Leningrado.
Entre los vahos del alcohol, Nicolás atinó a ofrecerse para acompañar al contingente, dado que manejaba el idioma.
Atónitos y agradecidos aceptaron de inmediato, mientras lo acosaban a preguntas sobre cuándo, dónde y por qué había aprendido a hablar en ruso.
Los meses previos al viaje siguió estudiando con tanta perseverancia, como disciplinada era su vida.
Llegó la primavera de la mano de la partida. La estación de tren era una romería. Todos, hasta los de los pueblos vecinos habían ido a despedirlo, engalanados con sus mejores trajes, como el viajero. Imperturbable, saludaba a uno por uno, mezclando sin darse cuenta algunas palabras en ruso, tal era la práctica que tenía.
Los sombreros al aire, el silbato de la locomotora y pañuelos ondulantes se confundieron en un solo adiós.
Nicolás, sentado junto a la ventanilla, les respondía inclinando la cabeza, hasta que sólo quedó una mancha lejana y otra vez los entramados tonos de verde tapizando el campo.
Concentrado en la lectura pasaba por espléndidas ciudades. Basílicas, parques y monumentos iban quedando atrás, inadvertidos.
Cuando por fin arribaron, presentó sus papeles y salió apurado de la estación, pero luego se demoró recorriendo las grandes avenidas casi vacías, admiró esos fabulosos templos con sus cúpulas y los magníficos edificios. Caminó horas, extasiado.
Nunca había estado en una gran ciudad y aquella era majestuosa.
Se olvidó de las ovejas, que fueron despachadas para un lado, mientras él había tomado el camino contrario.
Se olvidó del campo, del bar del pueblo los domingos a la tarde donde se reunía con los vecinos.
No supo qué papel debía desempeñar allí. Ni siquiera se acordó de la Exposición.
Fue tal el aturdimiento y la impresión que le causó Leningrado, que siguió deambulando por las calles, durante varios días, hasta que lo encontraron, tambaleante, agotado, perdido, sin saber a dónde ir.
Cuando le preguntaron quién era y de dónde venía, no pudo responder.
Se había olvidado hasta de hablar en ruso.
La anciana que lo encontró estaba acompañada por una joven atenta y vivaz. Ambas trataron infructuosamente de conocer su paradero, se ofrecieron a llevarlo hasta el hotel, pero lo vieron tan desorientado y con evidentes signos de haber perdido la memoria, que decidieron hacerse cargo de la situación y amablemente lo fueron conduciendo hasta la casa donde vivían, a unas cuantas cuadras de allí.
Al llegar, Nicolás se desplomó en un sillón, sediento y hambriento. Aceptó la comida y la bebida que le ofrecieron, agradeciendo con movimientos afirmativos y una gran sonrisa.
Ya más repuesto, comenzó a observar a sus interlocutoras, con las que todavía no había cruzado una palabra, a pesar de sus múltiples preguntas.
Le gustó el aspecto que tenían. Saludable la anciana, a pesar de haber pasado los noventa, según le escuchó decir a la nieta, que se esforzaba por atenderlo pretendiendo que la abuela no lo hiciera. La edad de la joven no podía precisarla, pero esa mirada franca, sus movimientos ágiles y ese porte gracioso, le encantaron.

La casa tenía la calidez de las dos. Almohadones de colores, cortinados con flores, mucha madera, una enorme chimenea prendida, libros y fotos alrededor.
Se detuvo mirando una por una. Mientras lo hacía algún lejano recuerdo lo sacudió.
Volvió a tomar la del marco ovalado, donde una pareja joven, vestida con ropa de principios de siglo, sostenía en brazos a un bebe recién nacido, con su traje de encajes y al lado un varón vestido de marinero, que tendría cinco o seis años.
Se quedó pensando qué era lo que le resultaba conocido, si la pose para la foto, tan usada en esa época, la vestimenta o la cara de ese chico que le resultaba familiar.
Se dio vuelta para responder con la mayor naturalidad que sí, que le gustaban las fotos, pero esta vez lo hizo en el idioma de las dueñas de casa y continuó hablando en ruso.
Contestó a cada una de las preguntas que se amontonaron, como ellas, en torno a él.
No podían salir de su asombro al escuchar que había aprendido solo y a fuerza de tenacidad, ese idioma que ahora fluía naturalmente.
El sentía la satisfacción de ver sus esfuerzos recompensados. Era tan fascinante poder comunicarse y escuchar y entender en ruso.
Entonces le tocó a él preguntar y querer saber sobre las dos mujeres.
Al día siguiente lo acompañaron hasta la Exposición que ya había comenzado.
Sus ovejas se destacaban y tenían grandes posibilidades de salir galardonadas.
Su orgullo aumentó aún más. Se sentía eufórico. Le parecía estar viviendo un sueño.
Las damas que lo acompañaban, también.
Había surgido un rápido entendimiento y un cálido sentimiento entre ellos.
Era como si se hubieran conocido toda la vida.
Volvieron a la casa cuando los últimos rayos del sol caían sobre las cúpulas de la gran ciudad, mientras la charla se encendía de recuerdos, como ese atardecer.
Tomó otra vez la foto que le resultaba familiar para seguir observando.
La joven se le acercó y viéndolo tan intrigado le explicó quienes eran esos personajes.
La anciana era la beba de la foto, junto a su hermano. El padre murió cuando éste era un adolescente, dejándole como legado terminar sus estudios y graduarse en Inglaterra, adónde se instaló, formó una familia y nunca más volvió, resentido con su madre y con su hermana, por haberlo dejado partir, a pesar de no querer cumplir con semejante mandato.
Supieron que tenía campos, con rebaños de ovejas, que sus nietos cuidaban.
Nicolás miró hacia la biblioteca y vio, ya sin asombro, que en un estante faltaban seis o siete libros que no habían sido reemplazados. Entonces comprendió que ese hueco nunca había podido ser llenado.
Comprendió todo. Una carcajada estalló en el silencio de la casa, no podía dejar de reír.
El destino había dejado de ser impredecible.


María Marta Solanas

Es integrante del Taller de Escritura y de las Lectoras de la Costa. Después de un año de ausencia, se ha reintegrado al Taller de Producción
Soy Maria Marta Solanas, vivo en Vicente López y hace cuatro años que estoy en el Taller Literario o de Producción de Grace (como le decimos cariñosamente).Cada año se renueva el grupo y esto lo hace todavía más estimulante. Siempre me gustó escribir, pero asistir al Taller me ayudó muchísimo.

AÑO 2006

CUENTO GANADOR EN LOS CONCURSOS BONAERENSES POR TIGRE Y FINALMENTE POR ZONA NORTE

EL NACHO


Juan Ignacio Leyenda, era conocido como “el Nacho”.
-Por el viejo Nacho, vió- respondía con agrado cuando le preguntaban por el origen del sobrenombre.
A él, que había sido mi amigo, buscaba yo esa noche.

-Usted quedesé aquí, que yo le cuento, decía la vieja, mientras se iba a cambiarle la yerba al mate.
Ella había prestado la casa para el velatorio, que se hacía en la pieza de adelante, la que se usaba como comedor cuando había visitas. Y de esto hace ya tiempo, cuando su familia era grande y trabajaban el campo y ella cocinaba para todos, también lavaba para afuera y cuidaba la huerta.
-Toma amargo, ¿no?- y me estira su mano huesuda con el mate y en la otra la pava renegrida, vaya uno a saber desde cuántos hollines.
-El Nacho, murió en su ley, por no hacer caso -comienza mientras busca en el fondo del bolsillo del delantal desteñido un pañuelo todo arrugado, con el cual se frota la nariz y lo vuelve a guardar, allá en el fondo, como buscándole su lugar.
-Él vino aquí desde Tres Bocas, decía. Iasí hay de ser, porque a veces desparecía por un tiempo, luego volvía, entonces las gurisas se alborotaban y las no tanto parecían alzadas. Siempre pasaba por acá, para que le lavara alguna ropa o de pasada tomaba unos mates, dispués seguía. Pero casi siempre paraba en lo de la viuda del Alcíbar, la Lucre, cuando todavía no era viuda. Y fue en una de esas llegadas cuando una vieja gitana del campamento lo alertó, cuando aún vivía el finado, el Alcíbar. Le dijo: “tenés que irte de esa casa, que te va a traer desgracias y se lo dijo mirándole las palmas de la mano”. Y él se rió, como se ría siempre con esa risa grande, de dientes perfectos, amarillentos del tabaco, en esa boca deseada. Hasta yo le miraba la boca, y eso que estoy vieja… por qué no apareció antes - terminó como en un murmullo entre dientes y un dejo libidinoso en los ojos grises rodeados de arrugas, mientras semi agachada y arrastrando los pies llegaba hasta el tacho de basura donde volvía a cambiarle la yerba al mate.
Puso la pava en la cocina a leña y le agregó algunos troncos, que chisporrotearon el fuego y el humo se expandió en el cielorraso lleno de hollín.
-Le contaba esto –dice-, pero además el Alcíbar lo había maldecido cuando lo encontró besando a su mujer, “Te vas a morir degollau, hijoeputa y el diablo te va a llevar”, lo insulta y quiere golpearlo, pero se cae, del pedo que traiba, y el Nacho se ríe con la risa grande, monta y se va.

Entrecerrando los ojos frente a una ventanilla con cortina deshilachada, continúa:
-Da que a los meses al Alcíbar lo encuentran muerto en el campo, disquen se ha caido del caballo, las malas lenguas le echaron la culpa al Nacho, nunca se supo bien -me mira de reojo y carraspea.
Tose ahogada por el humo y sigue, luego de chupar el mate hasta sentir el ruido característico al terminarse el agua.
-Y anoche se cumplió la maldición; él me había contau sus sueños, de ir solo y sentir que lo llamaban, “Nacho, Nacho”, pero nunca se acordaba si era una voz de mujer, y que le chiflaban atrás.
-Y anoche, repite, deseguro con la tormenta lo perseguiría la maldición del finao y solo en esa tierra de Dios y al galope, que se hace más largo con el susto, no va que el caballo se le manca, justo cuando se da vuelta porque sintió los chiflidos, y lo revolea por el aire y lo degüella el alambrado electrificado por un rayo, y al caballo también lo encontraron degollau, sí, sí, a los dos… -reafirma mirándome de reojo, tal vez buscando mi reacción.
-Y usté me preguntará deseguro, por qué dos velorios; le cuento, uno es en lo de la Lucre, su comadre, la viuda del Alcíbar, ahí están velando la cabeza del degollau, el Nacho. Y usté sabe que ella estaba enamorada de sus ojos y de su boca, a la que habrá besado la muy cochina -murmura esta última frase.

José Benedicto Galvanes


Participó en nuestro Taller de Escritura durante dos años. Reside en Pacheco y escribe cuento y poesía.

Cumpleaños

Atájense… llega otro cumpleaños.

Se acerca el fin de semana largo. Yo, totalmente dispuesta a disfrutar la tranquilidad de mi hogar. Suena el teléfono, percibo la gran alegría de mi amiga Marga, invitándome a su cumpleaños. Es a las 14 hs, traete un par de ojotas, una malla y una muda de ropa interior”. Y me dio una dirección. Hasta las ojotas y la malla, veníamos bien, pero… ¿y la muda de ropa interior?
Además, 14,00hs. Qué horario inusual, almuerzo no es, merienda, tampoco.
En fin, cuestión de no pensar y acatar las ordenes de la cumpleañera.
Pero no era tan simple…. debo depilarme, las uñas de mis pies necesitan a mi pedicura, y ya que estoy, obviamente la manicura y… Inmediatamente pedí turno en el salón de belleza. Estábamos a un paso del fin de semana largo. Fue una agonía.
Llego el DIA, me acompañó mi amiga Pocha, que no paró de hablar en todo el camino. Era una hermosa casa, convertida hoy, en un bellísimo instituto de SPA.
¡Horror! Éramos diez las invitadas. Lo que nadie sabía, era que yo ODIO los SPA. Sufro de claustrofobia, no soporto el calor, y detesto que anden masajeándome todo el cuerpo.
Comenzó el tour, la profesional nos indicó, la piscina primero.
Miré la piscina, agua calentísima, pensé… caldo de bacterias.
Con mi mejor sonrisa, y siempre como una lady, me sumergí, mientras practicaba Control Mental, para que no me comieran los bichos.
Superado el primer golpe, pasé al segundo. Hidromasajes.
Los borbotones de agua salían con fuerza de todos lados, se suponía que debía adaptarlos a donde más lo necesitara, en realidad era en mi cerebro, ya que sólo quería llegar pronto al final del DIA. No sin antes decirle a la cumpleañera que estuvo fantástico, pasé a la etapa siguiente: El SAUNA.
“Allá vamos”, pensé, siempre sonriendo como la mejor.
Nuevamente mi amiga Pocha me acompañó.
La profesional, explicó el uso del mismo y cerró la puerta. Sentada en los bancos de madera, sin pensar en el calor, sentí que comenzaba a desintegrarme.
Las gotas me caían sin piedad, miraba a mi amiga y no la escuchaba, solo la veía gesticulando. Mi mente ya estaba bloqueada, mis oídos sordos, y mis neuronas inflamadas. Sin perder la cordura dije: ¿Qué opinas si abrimos un poco la puerta? Pero ya tenÍa la mano en el picaporte y giraba, inútilmente, la esfera de madera, hacia un lado y hacia el otro. “No abre… ¡ja!”, murmuré mientras seguía desintegrándome, y de mi cabello caían gotas rojas, que no eran de sangre… ¡me estaba destiñendo!
El picaporte esférico giraba en falso. La puerta no se abría. Ya no me importaba mantener mi porte de Reina. Levanté el pie, coloqué la planta, con sus cinco dedos sobre la puerta, y del patadón casi paso al otro lado. Turbada, desorientada y chorreando, encontré como pude la ruta que me conduciría a la ducha. Fue lo mejor del cumpleaños. Mi pesadilla llegaba a su fin. Sobreviví las cinco horas de tortura.
Nos esperaba una hermosa mesa de té.
Mientras me reponía Pensé: ¿Y si a la próxima en celebrar su cumple se le ocurriera un tour por algún consultorio fashion, para hacernos un PAP, mamas, endometrio y tomarnos un té después?
Mejor prevenirnos… Suena el teléfono.
¡Atájense!… Se viene otro cumpleaños.

ISABEL MAXOUTIAN

Integrante del Taller y del Grupo de Cuenteras, hasta el año 2007, se reintegró este año.

Los Serafines

“UN MOZO FELIZ Y DELANTERO”

Serafin, el más irrepetible de los mozos del Bar del Club Bohemios, necesitó veinte años de argumentos para convencer a todos de que cuando decía que jugaba de mozo-delantero no lo hacía porque atendía las mesas de adelante del bar. Lo de él era otra cosa, algo mucho más profundo, una seguridad que terminó de quedar clara cuando, por fin, se sacó del cuerpo el uniforme blanco de cada uno de sus días de trabajo y siguió ejerciendo de mozo, pero envuelto en una camiseta de fútbol que a la altura del pecho lucía dos manchas de café y en la espalda tenía un numero 9.
Reafirmar una identidad a veces exige sólo de un gesto y otras veces, de muchos. Serafin, además de enfundarse su camiseta de mozo-delantero, eligió la segunda posibilidad, extendió sus dotes de jugador a cada una de sus acciones como mozo del Bar del Club Bohemios, un lugar donde el fútbol y la respiración eran casi igual de importantes. Daba placer verlo cuando traía las tazas de café pateándolas del pie derecho al izquierdo sin desperdiciar ni una gota, o mientras brillaba al cabecear los sobrecitos de azúcar para dejarlos justo al lado de las manos de los clientes. Pero su conducta más notable era cuando recibía y reproducía los pedidos de la gente. Entonces, lo atrapaba la concentración de los poseídos y gritaba, con las cuerdas vocales en sinfonía, con las venas completas y con un puño golpeando contra el pecho, “dos cortados y una lágrima para la mesa de los veteranos jugadores”. Era extraordinario porque el aire resonaba con el mismo eco que provoca cantar un gol.
Hace poco, cerca del final de un sábado, dos desconocidos amagaron con pedirle un café con crema, pero, al detectarlo tan virtuoso, terminaron ofreciéndole un contrato en un club situado a miles de kilómetros. La propuesta incluía fama, futuro y dinero, Serafin la rechazó con gentileza. “Yo no soy un delantero frustrado, soy un mozo delantero”, explicó mientras le hacia gambetas a las sillas llevando una tacita en el empeine, convencido de que ninguna gloria es mas grande que ser quien uno quiere ser.
Así que se quedó ahí, siempre mozo y feliz, siempre mozo-delantero, siempre con su espalda luciendo el número 9. Puede comprobarlo cualquiera que vaya al Bar del Club Bohemios y se arrime a las mesas de adelante.


ANDRÉS LA FORGIA


Es uno de los más nuevos integrantes del Taller de Producción de Escritura Creativa. Tiene cuentos escritos. Admira al Negro Fontanarrosa, al que dedica este cuento. Permitió que otros compañeros utilizaran su comienzo para crear sus propios “Serafines”.
Es curioso observar que todos tienen como un perfil similar. Podemos decir que Serafín es YA el personaje del 2009.



SERAFÍN Y PAUL


Serafín, el más irrepetible de los mozos del bar Bohemios, necesitó 20 años de argumentos para convencer a todos de que él había estado cara a cara con su ídolo de la juventud.
Repetía una y otra vez a quien quisiera escucharlo, “Yo le preparé un sandwich a Paul Mc.Cartney… sí, así como lo escuchan.”
Contaba cómo Paul había entrado de improviso por la puerta del bar, un domingo muy temprano, aquel año que vino a tocar solo, por última vez. Estaba acompañado de dos personas y se había sentado en aquella mesa que daba a la ventana, y en una maraña de palabras que Serafín nunca entendería , señaló la campana de vidrio y con un gesto universal le pidió “un sandwich”.
Entre nervios y emoción, y sin nadie para legitimar semejante encuentro, fue a la cocina, sacó la pata de jamón crudo reservada solo “para los buenos clientes” cortó cuatro fetas generosas, untó el pan francés recién llegado de la panadería con la mayonesa casera y puso el mejor queso que tenía, en realidad, el único.
Buscó entre los platos menos cachados, colocó dos servilletas de papel y lo apoyó como quien lo hiciera con una joya preciada.
Cuando llegó a la mesa y se lo entregó, sus manos temblaban de la emoción. Se quedó petrificado esperando que diera el primer mordisco, y mientras lo observaba con detenimiento se sintió transportado en el tiempo, por un instante se vio a sí mismo joven y con el cabello largo, tratando de que la guitarra sonara al son de “Anochecer de un día agitado”, tal cual salía de su Winco.
Nadie a su alrededor, nadie, sólo él y Paul
Y cuando podía hasta escuchar los acordes, su ídolo le dijo en un inglés perfecto, “it’s wonderful”… mientras los acompañantes trataban de pagarle, Paul se fue con el sándwich a cuestas, se subió en el auto negro y se perdió en el amanecer.
Contó esta historia una y otra vez, soportó todas las risas, miradas burlonas y hasta llegaron a tildarlo de estar “medio loco”.
Pero llegó ese día maravilloso… el titular de la sección espectáculos de Clarín decía en letras grandes “Nuevamente Paul en la Argentina”. Lloró al leer el breve reportaje, donde le preguntaban qué recordaba de su último viaje, a lo cual Paul contestó: “Un sandwich de jamón crudo que comí en el auto cuando me llevaban al aeropuerto. Was Wonderful”.
Compró tantos diarios como mesas tenía, colocó la misma hoja en cada una, y con resaltador amarillo marcó la parte del reportaje que quería destacar.
Cada uno de sus viejos clientes que iban llegando, lo leía perplejo.
Serafín guardó silencio, pero ese día cuando sirvió café, todos lo miraron con respeto y vendió mas sándwiches de jamón crudo y queso que en toda la historia del viejo café Bohemios.


Liliana Lopes

Nueva integrante del Taller de Producción, interesada en leer para otros. Tiene dos hijos y trabaja como secretaria. Canta en un Coro. Esta es su primera experiencia y nos dice que está descubriendo el placer de escribir. Excelente colaboradora, comenta los textos de los compañeros y los disfruta tanto como a los propios.




EL SUEÑO DE SERAFIN


Serafín, el más irrepetible de los mozos del Bar del Club Bohemios, necesitó 20 años de argumentos para convencer a todos de que podía ser mozo
Había nacido torpe. De bebé sus ojos solían lucir una aureola morada ya que se golpeaba cada vez que intentaba llevar algo a la boca. Más de una vez se puso la mamadera en la nariz logrando que el líquido se escurriera por los orificios, ahogándolo. Aprendió a andar en triciclo cuando le pusieron rueditas. Bicicleta, patines, monopatín fueron objetos prohibidos. Nunca pudo jugar un juego de mesa porque invariablemente hacía volar el tablero. En el football ganó sus mayores enemigos entre los compañeros de equipo pues se convirtió en especialista en goles en contra. Cada vez que pasaba por una puerta enganchaba mangas, cinturones, bolsillos en los picaportes. Los cordones de los zapatos desatados, ya que hacer moños era una empresa imposible, hacían que anduviera a los tumbos. En su casa la vajilla era de plástico, no obstante lo cual lograba que tuvieran una rajadura de más o un pedazo de menos.
A los 15 años entró a trabajar en el bar de su abuelo en el Club Bohemios. Barría, levantando nubes de polvo en el momento que había más clientes, vendía golosinas (chiclets laxantes por chiclets comunes, caramelos por galletitas). Hacía mandados (siempre llevando un papel escrito).
Con los años quiso comenzar su carrera de mozo, nadie pudo persuadirlo de lo contrario. Siguieron sus desventuras, llevaba sobres de sal en lugar de edulcorante, servía gaseosa hasta que se derramaba. Mientras limpiaba la mesa golpeaba con el codo al cliente, tropezaba con las patas de las sillas y desparramaba el contenido de la bandeja. Pero eso sí, no había nadie como él para escuchar y dar consejos, para decir la palabra certera en el momento oportuno. De risa fácil y alegría contagiosa su buen humor daba un clima especial al lugar que todos conocían como el bar de Serafín.
Los parroquianos soportaban de buen grado las torpezas a cambio de su calidez, gracia y buena onda.
Si tenían un pesar iban al bar de Serafín a buscar consuelo y comprensión. Si tenían una alegría iban al bar de Serafín a compartirla. Así creció el bar y se convirtió en el centro de reunión del pueblo.
Han pasado 20 años. Serafín no ha cambiado, sólo que ahora es el dueño y ese bar es el único lugar del pueblo que siempre tiene una vacante para esa persona diferente que nadie quiere emplear.


Elsie Roldán


Está en el taller de producción desde el año 2008. Pertenece al grupo de Lectores. Profesora de Educación Física, asiste a varios Talleres de la Municipalidad. Llegó al nuestro buscando una nueva forma de expresión y se ha transformado en una de las integrantes más activas. Ha logrado un estilo más conciso y se caracteriza por su humor. Algunos de sus cuentos fueron leídos en público y publicados en la Revista EL PORTAL.