lunes, 14 de diciembre de 2009

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Publicación por parte de la Dirección de Cultura de Vicente López

En el Año 2006, dos integrantes del Taller de Escritura Creativa, presentaron un cuento en los Concursos Bonaerenses. Nos pareció importante incluirlos en esta Selección.

CUENTO GANADOR DE LOS CONCURSOS BONAERENSES POR VICENTE LOPEZ


EL LEGADO


Bajó del tren con la caja de cartón atada con piolines, miró a lo lejos mientras abarcaba con la mirada los campos de distintos verdes, formando simétricos cuadrados, las lomadas con sus montecillos y aquí y allá los rebaños de ovejas, salpicando el paisaje de blanco.
Después que el tren se marchó lo invadió el silencio, interrumpido sólo por algún pájaro que saludaba su llegada.
Se estiró las mangas del saco, que le quedaban cortas. Empezó a andar, dos leguas lo separaban de la casa, pero estaba acostumbrado a las distancias.
Su caminar era ligero, de trancos largos.
Los últimos rayos del sol caían sobre el horizonte iluminando las pocas casas de paredes blancas.
El humo de una chimenea anunciaba los preparativos de la comida nocturna; una buena sopa con un trozo de pan o quizás un guiso de esos que le gustaban tanto. Como no había comido durante el viaje, apuró el paso.
No bien llegó, dejó la caja con sumo cuidado para sentarse a comer los pocos embutidos que le quedaban y un pedazo de queso con galleta, porque pan no había.
Luego, cortó los piolines de la caja y comenzó a sacar los libros que le había dejado su abuelo como legado.
Pasó un largo rato sentado en su cama, apoyado contra la pared, pensando.
¿Por qué le habría dejado a él libros en ruso?
¿Cómo haría para aprender ese idioma?... ¿Qué imaginaba su abuelo al habérselo dejado?
¿Sería capaz de cumplir con el mandato?
Estas y otras preguntas lo dejaron exhausto, el cansancio lo venció y se quedó dormido.
Al amanecer salió con su rebaño, como si no hubiera pasado un día lejos de allí, con la única diferencia de que, esta vez, llevaba un libro escrito en ruso, con tanta naturalidad como si lo hubiera llevado siempre.
Se sentó debajo de un árbol y comenzó su primera lección.
El día transcurrió sin darse cuenta, como las palabras aprendidas.
Así un día tras otro fueron pasando los meses, los signos extraños le resultaron familiares y las palabras se convirtieron en frases.
Leía y repetía en voz alta con tanta tenacidad, que al cabo de un año el idioma ruso pasó a ser su segunda lengua, sin saber aún porqué ni para qué.
Fue un domingo de otoño, como tantos otros que bajaba al pueblo para reunirse con los vecinos en el único bar oscuro y viejo teñido de verdín y opacos vidrios, que entre risotadas alegres, después de unos cuantos vinos, escuchó que se disponían a mandar la mejor oveja de cada rebaño para concursar en una exposición ovina, nada menos que en Leningrado.
Entre los vahos del alcohol, Nicolás atinó a ofrecerse para acompañar al contingente, dado que manejaba el idioma.
Atónitos y agradecidos aceptaron de inmediato, mientras lo acosaban a preguntas sobre cuándo, dónde y por qué había aprendido a hablar en ruso.
Los meses previos al viaje siguió estudiando con tanta perseverancia, como disciplinada era su vida.
Llegó la primavera de la mano de la partida. La estación de tren era una romería. Todos, hasta los de los pueblos vecinos habían ido a despedirlo, engalanados con sus mejores trajes, como el viajero. Imperturbable, saludaba a uno por uno, mezclando sin darse cuenta algunas palabras en ruso, tal era la práctica que tenía.
Los sombreros al aire, el silbato de la locomotora y pañuelos ondulantes se confundieron en un solo adiós.
Nicolás, sentado junto a la ventanilla, les respondía inclinando la cabeza, hasta que sólo quedó una mancha lejana y otra vez los entramados tonos de verde tapizando el campo.
Concentrado en la lectura pasaba por espléndidas ciudades. Basílicas, parques y monumentos iban quedando atrás, inadvertidos.
Cuando por fin arribaron, presentó sus papeles y salió apurado de la estación, pero luego se demoró recorriendo las grandes avenidas casi vacías, admiró esos fabulosos templos con sus cúpulas y los magníficos edificios. Caminó horas, extasiado.
Nunca había estado en una gran ciudad y aquella era majestuosa.
Se olvidó de las ovejas, que fueron despachadas para un lado, mientras él había tomado el camino contrario.
Se olvidó del campo, del bar del pueblo los domingos a la tarde donde se reunía con los vecinos.
No supo qué papel debía desempeñar allí. Ni siquiera se acordó de la Exposición.
Fue tal el aturdimiento y la impresión que le causó Leningrado, que siguió deambulando por las calles, durante varios días, hasta que lo encontraron, tambaleante, agotado, perdido, sin saber a dónde ir.
Cuando le preguntaron quién era y de dónde venía, no pudo responder.
Se había olvidado hasta de hablar en ruso.
La anciana que lo encontró estaba acompañada por una joven atenta y vivaz. Ambas trataron infructuosamente de conocer su paradero, se ofrecieron a llevarlo hasta el hotel, pero lo vieron tan desorientado y con evidentes signos de haber perdido la memoria, que decidieron hacerse cargo de la situación y amablemente lo fueron conduciendo hasta la casa donde vivían, a unas cuantas cuadras de allí.
Al llegar, Nicolás se desplomó en un sillón, sediento y hambriento. Aceptó la comida y la bebida que le ofrecieron, agradeciendo con movimientos afirmativos y una gran sonrisa.
Ya más repuesto, comenzó a observar a sus interlocutoras, con las que todavía no había cruzado una palabra, a pesar de sus múltiples preguntas.
Le gustó el aspecto que tenían. Saludable la anciana, a pesar de haber pasado los noventa, según le escuchó decir a la nieta, que se esforzaba por atenderlo pretendiendo que la abuela no lo hiciera. La edad de la joven no podía precisarla, pero esa mirada franca, sus movimientos ágiles y ese porte gracioso, le encantaron.

La casa tenía la calidez de las dos. Almohadones de colores, cortinados con flores, mucha madera, una enorme chimenea prendida, libros y fotos alrededor.
Se detuvo mirando una por una. Mientras lo hacía algún lejano recuerdo lo sacudió.
Volvió a tomar la del marco ovalado, donde una pareja joven, vestida con ropa de principios de siglo, sostenía en brazos a un bebe recién nacido, con su traje de encajes y al lado un varón vestido de marinero, que tendría cinco o seis años.
Se quedó pensando qué era lo que le resultaba conocido, si la pose para la foto, tan usada en esa época, la vestimenta o la cara de ese chico que le resultaba familiar.
Se dio vuelta para responder con la mayor naturalidad que sí, que le gustaban las fotos, pero esta vez lo hizo en el idioma de las dueñas de casa y continuó hablando en ruso.
Contestó a cada una de las preguntas que se amontonaron, como ellas, en torno a él.
No podían salir de su asombro al escuchar que había aprendido solo y a fuerza de tenacidad, ese idioma que ahora fluía naturalmente.
El sentía la satisfacción de ver sus esfuerzos recompensados. Era tan fascinante poder comunicarse y escuchar y entender en ruso.
Entonces le tocó a él preguntar y querer saber sobre las dos mujeres.
Al día siguiente lo acompañaron hasta la Exposición que ya había comenzado.
Sus ovejas se destacaban y tenían grandes posibilidades de salir galardonadas.
Su orgullo aumentó aún más. Se sentía eufórico. Le parecía estar viviendo un sueño.
Las damas que lo acompañaban, también.
Había surgido un rápido entendimiento y un cálido sentimiento entre ellos.
Era como si se hubieran conocido toda la vida.
Volvieron a la casa cuando los últimos rayos del sol caían sobre las cúpulas de la gran ciudad, mientras la charla se encendía de recuerdos, como ese atardecer.
Tomó otra vez la foto que le resultaba familiar para seguir observando.
La joven se le acercó y viéndolo tan intrigado le explicó quienes eran esos personajes.
La anciana era la beba de la foto, junto a su hermano. El padre murió cuando éste era un adolescente, dejándole como legado terminar sus estudios y graduarse en Inglaterra, adónde se instaló, formó una familia y nunca más volvió, resentido con su madre y con su hermana, por haberlo dejado partir, a pesar de no querer cumplir con semejante mandato.
Supieron que tenía campos, con rebaños de ovejas, que sus nietos cuidaban.
Nicolás miró hacia la biblioteca y vio, ya sin asombro, que en un estante faltaban seis o siete libros que no habían sido reemplazados. Entonces comprendió que ese hueco nunca había podido ser llenado.
Comprendió todo. Una carcajada estalló en el silencio de la casa, no podía dejar de reír.
El destino había dejado de ser impredecible.


María Marta Solanas

Es integrante del Taller de Escritura y de las Lectoras de la Costa. Después de un año de ausencia, se ha reintegrado al Taller de Producción
Soy Maria Marta Solanas, vivo en Vicente López y hace cuatro años que estoy en el Taller Literario o de Producción de Grace (como le decimos cariñosamente).Cada año se renueva el grupo y esto lo hace todavía más estimulante. Siempre me gustó escribir, pero asistir al Taller me ayudó muchísimo.

AÑO 2006

CUENTO GANADOR EN LOS CONCURSOS BONAERENSES POR TIGRE Y FINALMENTE POR ZONA NORTE

EL NACHO


Juan Ignacio Leyenda, era conocido como “el Nacho”.
-Por el viejo Nacho, vió- respondía con agrado cuando le preguntaban por el origen del sobrenombre.
A él, que había sido mi amigo, buscaba yo esa noche.

-Usted quedesé aquí, que yo le cuento, decía la vieja, mientras se iba a cambiarle la yerba al mate.
Ella había prestado la casa para el velatorio, que se hacía en la pieza de adelante, la que se usaba como comedor cuando había visitas. Y de esto hace ya tiempo, cuando su familia era grande y trabajaban el campo y ella cocinaba para todos, también lavaba para afuera y cuidaba la huerta.
-Toma amargo, ¿no?- y me estira su mano huesuda con el mate y en la otra la pava renegrida, vaya uno a saber desde cuántos hollines.
-El Nacho, murió en su ley, por no hacer caso -comienza mientras busca en el fondo del bolsillo del delantal desteñido un pañuelo todo arrugado, con el cual se frota la nariz y lo vuelve a guardar, allá en el fondo, como buscándole su lugar.
-Él vino aquí desde Tres Bocas, decía. Iasí hay de ser, porque a veces desparecía por un tiempo, luego volvía, entonces las gurisas se alborotaban y las no tanto parecían alzadas. Siempre pasaba por acá, para que le lavara alguna ropa o de pasada tomaba unos mates, dispués seguía. Pero casi siempre paraba en lo de la viuda del Alcíbar, la Lucre, cuando todavía no era viuda. Y fue en una de esas llegadas cuando una vieja gitana del campamento lo alertó, cuando aún vivía el finado, el Alcíbar. Le dijo: “tenés que irte de esa casa, que te va a traer desgracias y se lo dijo mirándole las palmas de la mano”. Y él se rió, como se ría siempre con esa risa grande, de dientes perfectos, amarillentos del tabaco, en esa boca deseada. Hasta yo le miraba la boca, y eso que estoy vieja… por qué no apareció antes - terminó como en un murmullo entre dientes y un dejo libidinoso en los ojos grises rodeados de arrugas, mientras semi agachada y arrastrando los pies llegaba hasta el tacho de basura donde volvía a cambiarle la yerba al mate.
Puso la pava en la cocina a leña y le agregó algunos troncos, que chisporrotearon el fuego y el humo se expandió en el cielorraso lleno de hollín.
-Le contaba esto –dice-, pero además el Alcíbar lo había maldecido cuando lo encontró besando a su mujer, “Te vas a morir degollau, hijoeputa y el diablo te va a llevar”, lo insulta y quiere golpearlo, pero se cae, del pedo que traiba, y el Nacho se ríe con la risa grande, monta y se va.

Entrecerrando los ojos frente a una ventanilla con cortina deshilachada, continúa:
-Da que a los meses al Alcíbar lo encuentran muerto en el campo, disquen se ha caido del caballo, las malas lenguas le echaron la culpa al Nacho, nunca se supo bien -me mira de reojo y carraspea.
Tose ahogada por el humo y sigue, luego de chupar el mate hasta sentir el ruido característico al terminarse el agua.
-Y anoche se cumplió la maldición; él me había contau sus sueños, de ir solo y sentir que lo llamaban, “Nacho, Nacho”, pero nunca se acordaba si era una voz de mujer, y que le chiflaban atrás.
-Y anoche, repite, deseguro con la tormenta lo perseguiría la maldición del finao y solo en esa tierra de Dios y al galope, que se hace más largo con el susto, no va que el caballo se le manca, justo cuando se da vuelta porque sintió los chiflidos, y lo revolea por el aire y lo degüella el alambrado electrificado por un rayo, y al caballo también lo encontraron degollau, sí, sí, a los dos… -reafirma mirándome de reojo, tal vez buscando mi reacción.
-Y usté me preguntará deseguro, por qué dos velorios; le cuento, uno es en lo de la Lucre, su comadre, la viuda del Alcíbar, ahí están velando la cabeza del degollau, el Nacho. Y usté sabe que ella estaba enamorada de sus ojos y de su boca, a la que habrá besado la muy cochina -murmura esta última frase.

José Benedicto Galvanes


Participó en nuestro Taller de Escritura durante dos años. Reside en Pacheco y escribe cuento y poesía.

Cumpleaños

Atájense… llega otro cumpleaños.

Se acerca el fin de semana largo. Yo, totalmente dispuesta a disfrutar la tranquilidad de mi hogar. Suena el teléfono, percibo la gran alegría de mi amiga Marga, invitándome a su cumpleaños. Es a las 14 hs, traete un par de ojotas, una malla y una muda de ropa interior”. Y me dio una dirección. Hasta las ojotas y la malla, veníamos bien, pero… ¿y la muda de ropa interior?
Además, 14,00hs. Qué horario inusual, almuerzo no es, merienda, tampoco.
En fin, cuestión de no pensar y acatar las ordenes de la cumpleañera.
Pero no era tan simple…. debo depilarme, las uñas de mis pies necesitan a mi pedicura, y ya que estoy, obviamente la manicura y… Inmediatamente pedí turno en el salón de belleza. Estábamos a un paso del fin de semana largo. Fue una agonía.
Llego el DIA, me acompañó mi amiga Pocha, que no paró de hablar en todo el camino. Era una hermosa casa, convertida hoy, en un bellísimo instituto de SPA.
¡Horror! Éramos diez las invitadas. Lo que nadie sabía, era que yo ODIO los SPA. Sufro de claustrofobia, no soporto el calor, y detesto que anden masajeándome todo el cuerpo.
Comenzó el tour, la profesional nos indicó, la piscina primero.
Miré la piscina, agua calentísima, pensé… caldo de bacterias.
Con mi mejor sonrisa, y siempre como una lady, me sumergí, mientras practicaba Control Mental, para que no me comieran los bichos.
Superado el primer golpe, pasé al segundo. Hidromasajes.
Los borbotones de agua salían con fuerza de todos lados, se suponía que debía adaptarlos a donde más lo necesitara, en realidad era en mi cerebro, ya que sólo quería llegar pronto al final del DIA. No sin antes decirle a la cumpleañera que estuvo fantástico, pasé a la etapa siguiente: El SAUNA.
“Allá vamos”, pensé, siempre sonriendo como la mejor.
Nuevamente mi amiga Pocha me acompañó.
La profesional, explicó el uso del mismo y cerró la puerta. Sentada en los bancos de madera, sin pensar en el calor, sentí que comenzaba a desintegrarme.
Las gotas me caían sin piedad, miraba a mi amiga y no la escuchaba, solo la veía gesticulando. Mi mente ya estaba bloqueada, mis oídos sordos, y mis neuronas inflamadas. Sin perder la cordura dije: ¿Qué opinas si abrimos un poco la puerta? Pero ya tenÍa la mano en el picaporte y giraba, inútilmente, la esfera de madera, hacia un lado y hacia el otro. “No abre… ¡ja!”, murmuré mientras seguía desintegrándome, y de mi cabello caían gotas rojas, que no eran de sangre… ¡me estaba destiñendo!
El picaporte esférico giraba en falso. La puerta no se abría. Ya no me importaba mantener mi porte de Reina. Levanté el pie, coloqué la planta, con sus cinco dedos sobre la puerta, y del patadón casi paso al otro lado. Turbada, desorientada y chorreando, encontré como pude la ruta que me conduciría a la ducha. Fue lo mejor del cumpleaños. Mi pesadilla llegaba a su fin. Sobreviví las cinco horas de tortura.
Nos esperaba una hermosa mesa de té.
Mientras me reponía Pensé: ¿Y si a la próxima en celebrar su cumple se le ocurriera un tour por algún consultorio fashion, para hacernos un PAP, mamas, endometrio y tomarnos un té después?
Mejor prevenirnos… Suena el teléfono.
¡Atájense!… Se viene otro cumpleaños.

ISABEL MAXOUTIAN

Integrante del Taller y del Grupo de Cuenteras, hasta el año 2007, se reintegró este año.

Los Serafines

“UN MOZO FELIZ Y DELANTERO”

Serafin, el más irrepetible de los mozos del Bar del Club Bohemios, necesitó veinte años de argumentos para convencer a todos de que cuando decía que jugaba de mozo-delantero no lo hacía porque atendía las mesas de adelante del bar. Lo de él era otra cosa, algo mucho más profundo, una seguridad que terminó de quedar clara cuando, por fin, se sacó del cuerpo el uniforme blanco de cada uno de sus días de trabajo y siguió ejerciendo de mozo, pero envuelto en una camiseta de fútbol que a la altura del pecho lucía dos manchas de café y en la espalda tenía un numero 9.
Reafirmar una identidad a veces exige sólo de un gesto y otras veces, de muchos. Serafin, además de enfundarse su camiseta de mozo-delantero, eligió la segunda posibilidad, extendió sus dotes de jugador a cada una de sus acciones como mozo del Bar del Club Bohemios, un lugar donde el fútbol y la respiración eran casi igual de importantes. Daba placer verlo cuando traía las tazas de café pateándolas del pie derecho al izquierdo sin desperdiciar ni una gota, o mientras brillaba al cabecear los sobrecitos de azúcar para dejarlos justo al lado de las manos de los clientes. Pero su conducta más notable era cuando recibía y reproducía los pedidos de la gente. Entonces, lo atrapaba la concentración de los poseídos y gritaba, con las cuerdas vocales en sinfonía, con las venas completas y con un puño golpeando contra el pecho, “dos cortados y una lágrima para la mesa de los veteranos jugadores”. Era extraordinario porque el aire resonaba con el mismo eco que provoca cantar un gol.
Hace poco, cerca del final de un sábado, dos desconocidos amagaron con pedirle un café con crema, pero, al detectarlo tan virtuoso, terminaron ofreciéndole un contrato en un club situado a miles de kilómetros. La propuesta incluía fama, futuro y dinero, Serafin la rechazó con gentileza. “Yo no soy un delantero frustrado, soy un mozo delantero”, explicó mientras le hacia gambetas a las sillas llevando una tacita en el empeine, convencido de que ninguna gloria es mas grande que ser quien uno quiere ser.
Así que se quedó ahí, siempre mozo y feliz, siempre mozo-delantero, siempre con su espalda luciendo el número 9. Puede comprobarlo cualquiera que vaya al Bar del Club Bohemios y se arrime a las mesas de adelante.


ANDRÉS LA FORGIA


Es uno de los más nuevos integrantes del Taller de Producción de Escritura Creativa. Tiene cuentos escritos. Admira al Negro Fontanarrosa, al que dedica este cuento. Permitió que otros compañeros utilizaran su comienzo para crear sus propios “Serafines”.
Es curioso observar que todos tienen como un perfil similar. Podemos decir que Serafín es YA el personaje del 2009.



SERAFÍN Y PAUL


Serafín, el más irrepetible de los mozos del bar Bohemios, necesitó 20 años de argumentos para convencer a todos de que él había estado cara a cara con su ídolo de la juventud.
Repetía una y otra vez a quien quisiera escucharlo, “Yo le preparé un sandwich a Paul Mc.Cartney… sí, así como lo escuchan.”
Contaba cómo Paul había entrado de improviso por la puerta del bar, un domingo muy temprano, aquel año que vino a tocar solo, por última vez. Estaba acompañado de dos personas y se había sentado en aquella mesa que daba a la ventana, y en una maraña de palabras que Serafín nunca entendería , señaló la campana de vidrio y con un gesto universal le pidió “un sandwich”.
Entre nervios y emoción, y sin nadie para legitimar semejante encuentro, fue a la cocina, sacó la pata de jamón crudo reservada solo “para los buenos clientes” cortó cuatro fetas generosas, untó el pan francés recién llegado de la panadería con la mayonesa casera y puso el mejor queso que tenía, en realidad, el único.
Buscó entre los platos menos cachados, colocó dos servilletas de papel y lo apoyó como quien lo hiciera con una joya preciada.
Cuando llegó a la mesa y se lo entregó, sus manos temblaban de la emoción. Se quedó petrificado esperando que diera el primer mordisco, y mientras lo observaba con detenimiento se sintió transportado en el tiempo, por un instante se vio a sí mismo joven y con el cabello largo, tratando de que la guitarra sonara al son de “Anochecer de un día agitado”, tal cual salía de su Winco.
Nadie a su alrededor, nadie, sólo él y Paul
Y cuando podía hasta escuchar los acordes, su ídolo le dijo en un inglés perfecto, “it’s wonderful”… mientras los acompañantes trataban de pagarle, Paul se fue con el sándwich a cuestas, se subió en el auto negro y se perdió en el amanecer.
Contó esta historia una y otra vez, soportó todas las risas, miradas burlonas y hasta llegaron a tildarlo de estar “medio loco”.
Pero llegó ese día maravilloso… el titular de la sección espectáculos de Clarín decía en letras grandes “Nuevamente Paul en la Argentina”. Lloró al leer el breve reportaje, donde le preguntaban qué recordaba de su último viaje, a lo cual Paul contestó: “Un sandwich de jamón crudo que comí en el auto cuando me llevaban al aeropuerto. Was Wonderful”.
Compró tantos diarios como mesas tenía, colocó la misma hoja en cada una, y con resaltador amarillo marcó la parte del reportaje que quería destacar.
Cada uno de sus viejos clientes que iban llegando, lo leía perplejo.
Serafín guardó silencio, pero ese día cuando sirvió café, todos lo miraron con respeto y vendió mas sándwiches de jamón crudo y queso que en toda la historia del viejo café Bohemios.


Liliana Lopes

Nueva integrante del Taller de Producción, interesada en leer para otros. Tiene dos hijos y trabaja como secretaria. Canta en un Coro. Esta es su primera experiencia y nos dice que está descubriendo el placer de escribir. Excelente colaboradora, comenta los textos de los compañeros y los disfruta tanto como a los propios.




EL SUEÑO DE SERAFIN


Serafín, el más irrepetible de los mozos del Bar del Club Bohemios, necesitó 20 años de argumentos para convencer a todos de que podía ser mozo
Había nacido torpe. De bebé sus ojos solían lucir una aureola morada ya que se golpeaba cada vez que intentaba llevar algo a la boca. Más de una vez se puso la mamadera en la nariz logrando que el líquido se escurriera por los orificios, ahogándolo. Aprendió a andar en triciclo cuando le pusieron rueditas. Bicicleta, patines, monopatín fueron objetos prohibidos. Nunca pudo jugar un juego de mesa porque invariablemente hacía volar el tablero. En el football ganó sus mayores enemigos entre los compañeros de equipo pues se convirtió en especialista en goles en contra. Cada vez que pasaba por una puerta enganchaba mangas, cinturones, bolsillos en los picaportes. Los cordones de los zapatos desatados, ya que hacer moños era una empresa imposible, hacían que anduviera a los tumbos. En su casa la vajilla era de plástico, no obstante lo cual lograba que tuvieran una rajadura de más o un pedazo de menos.
A los 15 años entró a trabajar en el bar de su abuelo en el Club Bohemios. Barría, levantando nubes de polvo en el momento que había más clientes, vendía golosinas (chiclets laxantes por chiclets comunes, caramelos por galletitas). Hacía mandados (siempre llevando un papel escrito).
Con los años quiso comenzar su carrera de mozo, nadie pudo persuadirlo de lo contrario. Siguieron sus desventuras, llevaba sobres de sal en lugar de edulcorante, servía gaseosa hasta que se derramaba. Mientras limpiaba la mesa golpeaba con el codo al cliente, tropezaba con las patas de las sillas y desparramaba el contenido de la bandeja. Pero eso sí, no había nadie como él para escuchar y dar consejos, para decir la palabra certera en el momento oportuno. De risa fácil y alegría contagiosa su buen humor daba un clima especial al lugar que todos conocían como el bar de Serafín.
Los parroquianos soportaban de buen grado las torpezas a cambio de su calidez, gracia y buena onda.
Si tenían un pesar iban al bar de Serafín a buscar consuelo y comprensión. Si tenían una alegría iban al bar de Serafín a compartirla. Así creció el bar y se convirtió en el centro de reunión del pueblo.
Han pasado 20 años. Serafín no ha cambiado, sólo que ahora es el dueño y ese bar es el único lugar del pueblo que siempre tiene una vacante para esa persona diferente que nadie quiere emplear.


Elsie Roldán


Está en el taller de producción desde el año 2008. Pertenece al grupo de Lectores. Profesora de Educación Física, asiste a varios Talleres de la Municipalidad. Llegó al nuestro buscando una nueva forma de expresión y se ha transformado en una de las integrantes más activas. Ha logrado un estilo más conciso y se caracteriza por su humor. Algunos de sus cuentos fueron leídos en público y publicados en la Revista EL PORTAL.

Homenaje a Abel Rodríguez

La línea de incio de este cuento, pertenece a Abel Rodríguez, escritor Rosarino que perteneció al Grupo de Boedo, cuyo cuento “La Barca” fue leído y analizado en el Taller, en una clase abierta a la que concurrió la Profesora María Silvia Pérsico. Este cuento deslumbró a muchos que no conocían de la existencia de su autor y es un ejemplo perfecto de cómo el escritor sale del relato y vuelve a entrar a él, desarrollando simultáneamente un sinnúmero de historias paralelas. Fue inspirador para muchos.


ESPEJOS


Aquellas manos estaban ceñidas a la caña, sobre la superficie del río, bailoteaba un corcho. Eran las mismas manos que quebraron el espejo de agua, con la intención de liberar demonios. Seres atrapados tras ese espejo ribereño.
Sobre la superficie del río se empezó a perfilar una figura, que por momentos tenía rasgos humanos. Pero la imagen era difusa y estaba invertida. El ondular del agua la distorsionaba.
Por alguna razón vino a mi mente el lado oscuro de la luna. Tal vez por lo siniestro de la imagen.
Que se corporizó y empezó a caminar patas arriba debajo del agua. Tenía un aspecto viscoso y ojos de serpiente.
Era clara su lucha por escapar del espejo que lo mantenía encerrado.
Fue entonces cuando comprendí el por qué de mi aversión a los espejos, por qué en casa no había ninguno
Me preguntaba, por qué en ese día tan especial, en el que pensaba nadar más que nunca, debía encontrarme con este ser. No me dejaría engatusar por esas pesadillas que más de una vez me sorprenden despierto, nada estropearía este día.
Me saqué la ropa, me zambullí y olvidé a la criatura. Mi cuerpo se sumergió hasta lo profundo, era demasiado tarde para echarme atrás.
Algo me retenía allí abajo, la superficie cada vez se veía más lejana. Me encontraba en el centro de un aro luminoso, en el cielo marino y por alguna razón inexplicable no me ahogué.
No sé cuánto tiempo pasó. Esa energía especial era un imán, y parecía no tener fin. Esa luz enceguecedora me llenaba de paz.

Me sentía atrapado entre dos dimensiones. Y una voz interior me advertía, que debía hallar el modo de volver al punto de partida. Pero, ¿cómo?
Ni siquiera sabía donde estaba. La fascinación era muy fuerte, pero el instinto me advertía peligro. Era imperioso huir, antes de que fuera demasiado tarde.
La luz se apagó, la energía que me tragaba desapareció, todo se volvió quietud y negrura. Era como si el alma se me hubiera volado.
Confusión y letargo.
Desperté temblando, estaba empapado, no lograba recordar cómo llegué a la orilla.
Sólo deseaba regresar a casa.
Flashes de la experiencia vivida, me resultan inquietantes e inexplicables.
Nunca imaginé que me tranquilizaría el asfalto, la gente, el bullicio de la ciudad. Tanto que logré sonreír, sintiéndome a salvo. Pensé que había sido victima de una jugarreta de mi mente.
Me encandilaban las luces de los autos, las vidrieras con sus marquesinas.
Era raro, nadie parecía notar mi presencia…
Me detuve en un negocio para ver mi aspecto y entonces descubrí que algo andaba muy mal.
Los carteles comerciales, las ofertas, las numeraciones y hasta las placas de identificación de los vendedores estaban invertidos, como si las viera en un espejo.
La cabeza me da vueltas, me apoyo en la vidriera para no caer. No puedo evitar el grito, al ver mi mano y mi imagen, reflejadas al revés.
Estoy atrapado en el espejo, tras esa puerta transparente, sin picaportes, pasadores, bisagras o cerraduras.
Debo tranquilizarme. Miro hacia arriba, veo aquellas manos ceñidas a la caña, sobre la superficie del río, bailotea un corcho.
Y comprendo todo, sólo él tiene las llaves del espejo.

ALEJANDRA ARQUÉS

Está en el Taller desde el año 2007. Lo suyo es la poesía. Decidió explorar la narración de historias. Se caracteriza por la capacidad de escuchar los comentarios y las críticas y aceptarlas con su especial humor. Logró finalmente contar un cuento, siempre manteniendo su estilo poético.




INCOMUNICANDONOS… PERO CON GLAMOUR


La fantasía creada por miles de seres humanos se hizo notar. El sueño 2.000 ingresó en el inconsciente, liberándonos, y lo hizo para quedarse. El acceso a la comunicación mundial nos mantendría unidos, pero eso sí, sin contemplar que, por fuerza mayor, abandonaríamos el único medio masivo humano de expresión; el habla, nuestra única esperanza.
El E-mail, el ICQ y los MSN son ese sueño. Libres de voz es que andamos. Me pregunto si el hecho de ir a un taller literario es por la razón de cotidianeidad que ocurre a mí alrededor. Vemos que la palabra” Navegar” ya no es sinónimo de embarcarse y que “un encuentro”, no significa verse cara a cara. Y es para ahorrar posibles molestias incómodas, réplicas no deseadas, que no llamamos, mejor escribimos, irritados, letra por letra.
Una carta, real, una hoja de papel dentro de un sobre, sin saludo ni firma, ya no implica un misterio, ni involucra al tiempo, ni al deseo, ni al destierro. El despacho en el correo, la interacción humana, el saludo amable, el encuentro amigable, sí son extraños, son un misterio contemporáneo.
Ahora “Nos Hablamos”, representa una respuesta escrita momentánea.
Es cierto, soñamos con un mundo más personal, pero el silencio nos aleja. De los cuatro vientos la lengua se soltó. De qué sirve, si ya no se escucha a la gente manifestarse con un grito, ni se declara ya, de esa forma, el amor.


LILIÁN KUFERA - 2009

Nueva integrante del Taller de Producción, muy interesada en aprender a leer en voz alta para participar del Grupo de Cuenteros. No ha tenido experiencia en Talleres, pero escribe, reflexiones, desde su adolescencia, no muy lejana. Tiene una enorme capacidad de recibir los aportes de los compañeros.

Tango

Año 2008


El trabajo en el Taller se hace cada vez más interesante, a medida que vamos conociéndonos mejor. “Yo me doy cuenta de que cada vez llego más temprano”, dijo una integrante. ¡Y sí! El tiempo nos desaparece como en los laberintos de Borges, son casi las seis y vemos que la puerta se abre y comienza a entrar gente. Entonces, nos apuramos para que todos puedan leer sus trabajos y, comenzamos a guardar carpetas y pares de lentes y las tacitas que trajo Alejandra junto a un delicioso termo con café, caliente, para atemperar el frío que produce la partida y la ausencia de calefacción, En esa vorágine alguien pregunta: “¿Tenemos alguna consigna?”, mientras la Profe grita, desesperada, “¡Ya llegaron los del Tango! ¡Desocupemos las mesas!” Y entonces, alguien dice: “Esa es una buena consigna”. Y… ¿por qué no? Decidimos usar esa frase como comienzo de nuevas historias y así han ido apareciendo.


YA LLEGARON LOS DE TANGO


Año 19… no recuerdo. Vivía en la Provincia de Buenos Aires, en un pueblo siempre olvidado por los gobiernos de turno. Sólo estaban asfaltadas dos largas calles que cruzaban el vecindario, marcando los cuatro puntos cardinales; el resto era polvo y lodo, según los avatares del clima.
Era de esos pueblos en los que nunca pasa nada y hasta la muerte de un perro vagabundo era un acontecimiento. Uno de esos lugares de futuro incierto en el que sólo quedaban padres, abuelos, niños y nosotros; los así llamados púberes…. de pantalón corto, ansiosos por estrenar los largos, pelo cortito con jopo y hormonas a punto de estallar.
A veces llegaba un circo de payasos aburridos, acróbatas entradas en carnes y malabaristas entrados en años y sólo la paloma del mago como representante del reino animal. Otras subía al escenario, en la plaza, algún ignoto cantante que se esforzaba por no desafinar demasiado. Esto quebraba la monotonía del pueblo, pero no la nuestra.
De golpe, comenzaba a circular un comentario de boca en boca: ¡Ya llegaron los de Tango!, mientras nosotros murmurábamos: ¡Ya llegaron las de tango! Entonces sí: nos endomingábamos, poníamos gomina a nuestros jopos y nos sentábamos en el suelo bien pegados al escenario. Desde allí, con sólo levantar los ojos descubríamos los tacos finitos y altísimos que estilizaban aun más las suaves curvas de las pantorrillas, el hueco de atrás de las rodillas, el refuerzo de las medias negras sostenidas por el portaligas y , finalmente el tesoro codiciado rodeado de puntillas. Al día siguiente, cuando el ballet hacía su segunda presentación, cambiábamos de platea: sin prestar atención al jopo, nos trepábamos a los árboles y, desde allí, observábamos los escotes pronunciados mostrando las dos mitades de un mismo encanto y el surco que las separaba. Cuando terminaba la función competíamos para ver quién había visto más mientras nuestras fantasías e imaginación superaban ampliamente la realidad.
Así transcurrieron algunos espectáculos, hasta que nuestras madres descubrieron en las sábanas huellas inequívocas: ya no éramos sus chiquitos. En un vano intento por retenernos en nuestra niñez y cual implacable Catón nos prohibieron el uso de nuestras plateas preferenciales.
Mi padre mantuvo conmigo una conversación que me hizo sonrojar y que no entendí del todo; luego me acompañó a Juan el peluquero de adultos y a Lirozi, el sastre, que me hizo mi primer traje de pantalones largos.


MARÍA ELSA


YA LLEGARON LOS DEL TANGO….


El zapateo se hacía cada vez más fuerte. Las polleras con volados giraban, revoloteaban.
Las castañuelas gemían al compás de la guitarra.
El cantaor inclinaba la cabeza, con los ojos cerrados, mientras su voz vibraba, como una cuerda tensa, como si fuera a quebrarse.
Los tacones arremetían con ímpetu.
La bailarina con sus lunares se acercaba y se alejaba, con el cuerpo arqueado, sensual, exhibiendo el deseo, haciéndose desear.
El zapateo se volvió frenético. Los que estaban en la sala casi no respiraban.
Cuando de pronto escucharon “Ya llegaron los del tango…”


María Marta Solanas


¡Ya llegaron los de tango!


¡Ya llegaron los de tango! Algunos hermanos de esa cofradía aparecen antes de que terminen los rituales de la nuestra y se acomodan en las pocas sillas que circundan el amplio espacio del salón, para ellos, una pista de baile y para nosotros, sólo el lugar que alberga una mesa amplia, de diseño variable, formada por tablones montados sobre caballetes, las sillas rescatadas de la periferia del salón, un micrófono y nuestros papeles. Allí, cada uno se siente feliz, expectante, de leer sus propios juegos con la palabra y escuchar los de los otros. Todo ello, bajo la égida de la Cofrade Mayor, la “profe” Graciela (por su jerarquía, entiéndase bien).
Y verlos a ellos significa que ya es hora de irnos.
Ambas cofradías se entrecruzan en el espacio y en un tiempo breve. Suelen intercambiar miradas de contenido no siempre descifrable: ¿Curiosidad, impaciencia, cierta “hostilidad”, tal vez?
Pero, hermanos del tango, al que aman y disfrutan, bailando a su compás; consideren que de ningún modo nos excluimos. ¡Cuántos de nosotros lo amamos también, por su música, por sus letras, creadas por poetas de la talla de Manzi, Cadícamo, Espósito, el mismo Borges, y otros!
Seguramente, entre ustedes habrá también quienes amen la palabra, oral o escrita, en algunas o muchas de sus formas.
Quizás el día llegue, en que podamos aunarnos con algo en común. ¡Que así sea!


ELSA BERNALES

Viejos esqueletos

TRES HISTORIAS DE AMOR


VIAJE

Zulema corría por los andenes de la estación, sin notar que el tren ya había partido. La luz del sol, en el fin del atardecer, atravesaba la enorme abertura de esa especie de semicilindro de hierro que es la estación Retiro, y se filtraba también por los tragaluces del techo. El arco gigante, que permite la entrada y salida de los trenes, la había impresionado desde niña, en su primer viaje a Buenos Aires. Retiro se le había aparecido entonces como un gran palacio oscuro y ruidoso, de columnas curvas, poblado de seres y cosas en movimiento constante. La había intimidado, como luego lo hizo Buenos Aires, y nunca dejó de sentirlo así.

Pero ahora no podía pensar. Necesitaba correr, con la mente alerta y el cuerpo ágil, para encontrarlo. Sólo tenía ojos para los hombres altos, morochos. El que ella buscaba, debía tener un buzo rojo y un bolso negro, según lo habían acordado en su última cita, para hacer más fácil el encuentro. Igual, los miraba a todos y a cada uno. ¿Y si él se hubiera olvidado del buzo rojo y el bolso negro?
Si veía a uno de espaldas, daba un rodeo, lo enfrentaba y luego seguía corriendo.
Chocaba así con medio mundo. La mirada, fija, por momentos huidiza. El torso algo inclinado hacia delante, debido a la ansiedad, y al peso de la mochila. Insensible a los empujones, a los gestos de sorpresa o fastidio. Recién cayó en la cuenta de que El Tucumano había partido cuando vio pasar a grupos de gente, caminando hacia el hall central. Eran los que todavía tenían esa costumbre arraigada de despedir a sus allegados, como un rito, o una forma de acortar distancias, de seguir ligados a su tierra.

El tren se había ido. Y él, ¿adónde estaba?
Se quedó quieta en medio de la gente. Sus fuerzas habían desaparecido. Temblaba y sentía que las piernas no la sostenían. La noche con sus sombras, había cambiado el lugar. Los focos de luz blanca, los carteles luminosos, le daban un aire más irreal y hostil a todo. Arrastró la mochila hasta una columna y se dejó caer al lado. Abrazada a sus rodillas, los ojos deambulaban por el entramado de hierro del techo. Necesitaba hilar un pensamiento lúcido sobre lo pasado ese día que ella creyó, sería el último en Buenos Aires. Pero, ¿en qué se había equivocado? Había corrido como una desgraciada esos últimos tiempos, para ordenar, cerrar y clausurar su vida aquí. Y había confiado.
Se acordó de la expresión sobradora del patrón, cuando le liquidaba el mes, como diciendo: “ya vas a volver”. Sus nervios en el colectivo, al darse cuenta de que una manifestación sindical había cortado el puente Pueyrredón. Se hizo tarde. Pensó que él estaría en el andén, esperándola. Era una ilusa sin remedio: le había consagrado su vida, pero él no podía cambiar sus planes, por ella…
Apoyó la cabeza sobre los brazos cruzados. Las lágrimas salían mansas, continuas. Esta hubiera sido su despedida de Buenos Aires, que la había rechazado, o por lo menos, esa fue su impresión. Una despedida con cierto gusto a revancha, porque se iba a ir con el amor de un porteño. Pero ahora era el gusto amargo de la desolación.

Un roce sobre su hombro izquierdo la volvió a la realidad, a la conciencia del riesgo que corría ahí, sola, a esa hora.
Levantó la cabeza: era él, con su buzo rojo y el bolso negro. Dos ojos enrojecidos la miraban. Se sintió izada y apretada en un abrazo interminable.
La estación Retiro empezaba a parecer distinta, más hospitalaria. Hasta un aire cordial, humanizado, se irradiaba de los que pasaban. No hizo falta decir nada. Encaminaron sus pasos hacia el hall central.

ELSA BERNALES

Pertenece al Taller de Producción y al Grupo de Lectores desde el año 2005
Es Bibliotecaria y ha tenido la capacidad de transmitir a muchos chicos su amor a los libros. Es lectora imparable, sus comentarios son certeros y los hace con su particular modestia y dulzura. Casi podría afirmar que es una de las integrantes más generosas y queridas. Es un gusto leer sus cuentos.


ZOYURO Y KIMURA

En este momento, con mi copa de vino en la mano y la música sonando suave, necesito escribir una historia, y como siempre, pasa que pronto quiero explicarme. Es ahí cuando me pienso y ya no puedo contar.
Contar alguna historia, como la de Zoyuro y Kimura, la pareja japonesa que años atrás adoraba los colores, y sin embargo, ahora cada vez pintaba menos.
Kimura, educada con reglas milenarias, no se atrevía a decirle que estaba errado en muchas de sus empresas, que esos cuadros valían más que esas monedas que le daban por su trabajo. No se atrevía a decirle muchas cosas.
Para Zoyuro, ella servía el mejor té, adoraba su mano bajo el plato y su reverencia. Sus pasos cortos, el suave arrastrar de sus pies.
El sol entraba entre cortinas naranjas, simulando el atardecer. Pero aun eran las dos y debía volver al trabajo, a las cuentas y no mirar a los costados. A los pensamientos que, de a ratos, le devolvían una libertad recortada.
Kimura lo miró en silencio, él acomodaba su traje cuando la vio en el espejo, ella, no bajó la mirada. Entonces, él supo que no debía volver al trabajo. Algo pasaría esa tarde. Kimura tenía algo importante que decir. Por eso partieron a la cabaña del bosque, su lugar especial.
Cuando me pienso, y creo que la historia va hacia donde quiero, ésta se frena, no avanza, me demuestra que sólo va donde ella quiere, como un hacha, que no es arrojada por nadie. Me demuestra que no soy tan importante. El cuento es libre.
A la terminal de trenes llegaron cuando realmente atardecía. Se recostaron en un asiento doble, y fueron adormecidos todo el viaje por el reflejo de un sol rojizo en el vidrio. En uno de los paisajes que la velocidad del tren permitía ver, los dos, muy pegados al vidrio, se besaron. Se besaron y abrazaron en un lugar público, por primera vez, luego de veinticinco años.
El tren frena en una estación de montes frondosos, de árboles altos cubiertos de nieve. Ellos bajan, y recorren un camino de piedras hasta la entrada de un bosque, allí hablan con el chofer de uno de los carruajes, suben y comienzan a atravesarlo.
La nieve no entraba en el bosque, se derretía en las hojas de los árboles, y caía en sus rostros, en gotas de lluvia. Zoyuro, rápidamente sacó su abrigo y cubrió a Kimura, para que no sintiera los golpes del agua en la cara.
Llegaron a la cabaña de noche. Corrieron los cuadros que estaban apoyados por todos lados, y mientras Zoyuro encendía el fuego, ella cubría sus hombros con una manta. Se volvieron a besar.
A veces, soy tan iluso que creo cambiar el rumbo, pienso que puedo, entonces me invento que ella no cuenta nada importante, que no está embarazada.
Pero inevitablemente, la historia va donde quiere, y por más que agregue pisadas por fuera, una ventada y un mirar asustado de ellos. Por más que las velas se caigan, y el viento haga golpear las chapas con fuerza, pasa otra cosa.
-¿Otra vez ese hombre? - preguntó, él. Kimura permaneció en silencio, sus ojos brillaban como un escaparate recién armado. Zoyuro se arrodilló frente a ella y le corrió parte del flequillo que tapaba uno de sus ojos. Con un delicado movimiento, y sin bajar la mirada, Kimura, llevó sus dos manos al vientre. Las lágrimas de él, no tardaron en brotar.
Afuera seguía nevando. Alrededor de la casa, unas huellas rodeaban el lugar. Alguien realmente los acechaba, como si yo, lentamente, fuese metiéndome en la historia, como si hubiese tomado el timón.
Extrañamente, es un hombre alto, muy alto para ser japonés. Lleva un camperón impermeable con capucha, pantalones anchos y botas de cuero. En una de sus manos, un balde, en la otra, tomada por el extremo superior, un hacha de tumbo, tan larga, que arrastra por la nieve, dejando un surco que parece perseguir las pisadas.
Hicieron el amor sobre una alfombra frente al hogar. El se ocupó como nunca de que Kimura gozara. Tardó en desnudarla, primero introdujo las manos bajo una ropa ya desarreglada de ella. Luego, aunque sus deseos primitivos quisieron arrastrarlo, se contuvo, y sólo rozó varias veces, en círculos, su flor de agua que parecía derretirse y asomaba inquieta. Kimura no habló, pidió con uñas tenaces pero él siguió en su juego. Ella tembló, cuando por fin Zoyuro se sumergió en la laguna. Un gemido agudo se escuchó en todo el bosque.
Los ojos del extraño se reflejaron en la hoja de una ventana. Mientras ella temblaba, el hombre corpulento también lo hacía bajo la nieve, apretando cada vez con más fuerza, el hacha.
Y cuando siento que soy un creador y que todo lo puedo inventar. Cuando pienso que no hay historia que me domine, y afirmo que este cuento, ya no es más de amor, y que el extraño viene a matarlos, esto no ocurre. Como si la historia fuese matándome a mí.
Se sobresaltaron, uno de los cuadros cayó de su atril, uno de rombos de colores, colores primarios que se funden entre sí. Zoyuro se apresuró a levantarlo.
-No quiero que trabajes más en la fábrica- le pidió Kimura.
El terminó de acomodar el cuadro en el atril, asintió con la cabeza, y volvió a recostarse a su lado mientras las brasas se convertían en cenizas. La cabaña estaba casi en penumbras, sólo quedaba el final de una vela que bailaba en la única sombra.
El extraño, sigiloso, gira el picaporte e ingresa en un pequeño estar.
Entonces una certeza me invade, los dos van a morir, en el balde del extraño hay cuerdas, los atará, los torturará y por más que Kimura le ruegue, el los matará. La historia está en mis manos, la historia está en el hacha.
El hombre corpulento se acerca hacia la poca luz del ambiente contiguo, por un equipo de música brota una banda sonora, hay una copa de vino apoyada junto a un ordenador.
Kimura y Zoyuro, vuelven a hacer el amor. Con la certidumbre que sólo tienen las historias, saben que él no volverá a la fábrica, que venderán mejor esos cuadros, allí, en el bosque, lejos de la ciudad.
El extraño, con movimientos bruscos tira la copa y se arroja sobre la víctima.
La poca luz que da mi ordenador, me permite espiar la silueta enorme que se abalanza, siento el silbido del filo en el viento, veo el hacha cayendo con fuerza, sobre mí, sobre este inocente que cuenta, y que cree poder cambiar las historias. Antes del impacto, antes de que esta historia me mate, creo lograr poner un punto final.
A media mañana, Kimura y Zoyuro salieron a caminar por la helada, el sol estaba fuerte, el agua ya caía por las pequeñas depresiones del bosque. Cantaban los pájaros. Al ver las pisadas, no se asombraron, ni siquiera se preguntaron que sería ese caminito que parecía perseguir las huellas.
CARLOS CAPOSIO

Participó en el Taller de Escritura y Producción, los años 2005 y 2006.
Se ha reintegrado este año. Hace lecturas en público. Es periodista recibido en TEA. Está en Segundo Año de Cine en la Escuela Municiupal de Vicente López. Es voluntario de Proyecto Horizonte y conduce un Taller Literario para adolescentes en La Cava. Nos ha prometido que no va a dejar de escribir.


VIEJOS ESQUELETOS


Amanece sobre el mar. El sol asoma en el horizonte, acostado en el agua. El viejo está sentado en la puerta trasera del café. La petaca de cuero, sostenida por su mano crispada, contiene el último trago. La brisa del amanecer mueve una cortina de cañas que se escucha como el ruido de los huesos sueltos de un esqueleto. El viejo dice, quedamente:
-Así que es eso; para eso has venido hasta aquí.
El joven mira al suelo y mueve los pies, despacio, dibujando arabescos en la arena acumulada.
-Así es –contesta – tenía que venir. No podía esperar más.
Dos meses antes el joven había llamado por teléfono una tarde, cuando el café estaba lleno de gente, preguntando por Cosme. El viejo atendió, haciendo bocina con la mano en la oreja, y escuchó su voz fresca del otro lado de la línea:
-Soy tu nieto, el hijo de Lucía, voy a verte

El rostro de su única hija apareció ante sus ojos como la última vez que la viera, hacía ya veinte largos, irreparables años.
Revivió el momento, la despedida amarga, las pocas palabras que cerraron el círculo de incomprensión y fatalidad que había cercado las vidas de ambos.
Cosme sólo tenía a Lucía desde que enviudó. Lucía sólo tenía a su padre desde los ocho años. Cosme se aferró a la niña sin compartirla. Ni tías ni primos existían en el horizonte de los dos. Sus vidas se entrelazaban como las hebras irreconocibles de un tejido apretado. Cosme no permitía grietas ni hendiduras en la trama. Lucía creció asfixiada por un amor egoísta. Un día, a los dieciséis años, descubrió el amor desinteresado. El enamoramiento fue revelador para Lucía y fatal para Cosme. La playa nocturna y solitaria, lugar de encuentro de los amantes, se convirtió en escenario de violencia. Una noche sin luna la mano de Cosme segó la vida con la que no podía competir y Lucía partió, con destino incierto, a los diecisiete años, esperando un hijo sin padre, para no volver jamás.
Como si hubiera enviudado nuevamente, vivió Cosme esos años. Se recluyó en el café, atendiendo a clientes habituales del pueblo y a veraneantes de paso, y a todos los que preguntaban por la hija les decía que había muerto. No buscó ni tuvo noticias de ella ni de su nieto hasta el día extraño en el que recibió la llamada telefónica y la advertencia:
-Soy tu nieto, el hijo de Lucía. Voy a verte.

Dos meses más tarde el amanecer los encuentra en la puerta trasera del café, viéndose los ojos por primera vez.
-Así que es eso, para eso has venido hasta aquí -
-Así es, tenía que venir, no podía seguir esperando, antes de morir mamá me lo contó, todo.
-¿Qué querés de mí?
-No espero nada, sólo quería verte a los ojos una vez; para tratar de entender por qué.
-Eso; ni yo mismo lo sé.

Cosme empina el último trago de la petaca de cuero que lo acompaña desde hace tanto tiempo, mira las cortinas de caña que cada tanto repican con la brisa y camina despacio, con la espalda encorvada bajo un peso invisible. Cruza la playa y se interna en el mar, hacia el amanecer.



Graciela camina por la arena húmeda de la orilla. Son las seis y media de la tarde del último día en la costa. Como le escapa al sol, ésta es la hora preferida para las caminatas, aunque ya se sienta el fresco del viento marino. En los cinco días anteriores, sus pasos la han llevado hacia otros balnearios, por eso no reconoce las construcciones que empiezan a aparecer una vez que se ha alejado de la casita que alquilan.
Al acercarse más se encuentran los fondos de varios paradores que tienen su frente sobre la ruta paralela a la costa. Uno le llama la atención. Tiene una cortina hecha de cañas que se entrechocan con un sonido a huesos. Le recuerda un cuento y se acerca más para mirar adentro.
Cuando entra, nota que el salón está fresco y se huele un débil aroma a alcohol, dos hombres toman cerveza, sentados cerca de una ventana, otro come una empanada mientras mira en el televisor, colocado sobre una repisa, una pelea de box.
En un momento de repentino recuerdo ajeno, se acerca al mostrador y pregunta por Cosme. La mujer, que acomoda platos en un estante la mira, evaluando a esa extraña, sin duda de la ciudad, que pregunta por él.
- Bueno... el viejo se fue hace ya tres..., cuatro años...- comenta casi sin mirarla
-Y por casualidad, ¿sabe algo del nieto? Lo dice sin pensar, la imagen de un joven con una valija le ha venido a la mente en cuanto cruzó la habitación
-Mm... yo creo que se fue al día siguiente al que murió el Cosme, o sea, al otro día que llegó. En el pueblo ya no se lo vio, nunca más.
Graciela se sienta a una de las mesas vacías y pide un té. Al alcanzárselo, la mujer del mostrador se queda mirándola con curiosidad y Graciela la invita a sentarse con ella. Inesperadamente, acepta, parece sentir también ella que algo extraño pasa.
-Yo no soy de acá- aclara Graciela- pero leí una vez un cuento sobre Cosme y su nieto, y siempre creí que eran personajes inventados, que no eran reales, quiero decir.
-Ah... no, eran de verdad, mire, Cosme vivió acá cerca de cincuenta años, si... a ver... llegó con Lucía que era una pibita de unos ocho años, y cuando se fue tenia diecisiete, y pasaron veinte hasta que el viejo murió. Si señora, fueron muchos años, y nos conocemos todos.
Se queda callada, repasa la mesa con un trapo limpio y parece que va a seguir hablando, pero no dice nada más
Graciela sabe que tiene que volver por la playa antes de que caiga la noche, pero se resiste a dejar el lugar sin preguntar otra cosa
-Entonces ¿es cierto que se ahogó en el mar? ¿Que se suicidó?
-Que se ahogó, si señora, que se suicidó... y… ¿quién puede saberlo?
La habitación se ilumina cuando los últimos rayos de sol bajan sobre el mar y entran por la tintineante cortina de cañas. Graciela termina su té, lo paga y antes de salir pregunta
-¿Es cierto que mató al novio de la hija? La expresión de la cara de la mujer se cierra y un rayo de sol le colorea las mejillas.
-Mi hijo está enterrado en esta playa, cerca de la orilla, y el agua que lo baña todos los días le debe contar en qué fondo se pudre el cadáver del viejo, y cuántos huesos le quedan al esqueleto.


IRENE FASSI

Madre de cinco hijos, lectora insaciable. Se caracteriza por saber “escuchar” de veras y comentar acertadamente sobre los cuentos que se leen. Está en el Taller de Escritura desde 2003. Ha participado en casi todas las Lecturas en Público. Su estilo es conciso, impecable y en sus cuentos hay otras historias encerradas, que la obligamos a encontrar y desarrollar.

Los Zapatos

LOS ZAPATOS


Subí al desván a poner un poco de orden, regalar lo que sirve, tirar lo inútil, tantos años guardados, señal de que nadie lo usará. Saqué una pila de libros, los coloqué en una caja, retiré la segunda, y al mirar con atención, vi una caja de zapatos envuelta y atada con mucha prolijidad. La desaté, levanté la tapa y encontré un par de zapatos, no sé, yo diría “raros”, cosidos, estaban todos cosidos, la suela parecía de cuero, estaban gastadísimos, los levanté y encontré una carta amarillenta con la firma de mi abuelo Ángel. Ver su letra me obligó a recordar cómo llegó a la Argentina: “Estaba yo en la montaña, cuidando las cabras, cuando llegó transpirado y rojo mi hermano Alfonso.
– Que te vas a la Argentina, sí, Ángel, ¡Qué te vas!– Yo seguí tallando mi balero y no creí ni una palabra. Cuando llegué a casa vi a mi madre con ojos llorosos y a mi padre, no sé cómo lo vi, si triste, si aliviado…” El abuelo nos contó mil veces la historia. “Mi padrino, hermano de mi madre, hacía diez años que había partido. Después de mucho trabajar tenía un bar en la Avenida de Mayo y me escribió diciendo: Te ofrezco pasaje, casa, comida y trabajo o seguir trabajando para mí, con sueldo, por supuesto, ¡piénsalo chaval! Después de mucho hablarlo, mis padres dieron el permiso, el cura de la aldea trajo de Oviedo dos trajes, camisas, ropa interior, un saco grueso, una gorra muy bonita, una bufanda roja y dos pares de zapatos, uno me quedaba grande y el otro chico…”
“Mis sentimientos eran encontrados, tenía miedo, orgullo de ser el elegido, pasaban por mi cabeza miles de pensamientos. Desde dos meses antes de mi partida, mi padre se encerraba en el altillo y trabajaba dos horas diarias, no quería decir qué hacía, pero se escuchaba machacar y machacar. La noche antes del viaje, al terminar de cenar, mi padre me dio un atado, al sacar el nudo encontré un par de zapatos, yo los vi hermosos, lustrados con grasa de vaca, cosidos todos a mano. Verlos y largarme a llorar fue todo uno, lo abracé muy fuerte y le dije: “¡Gracias, padre, gracias!” Él, con gran emoción me contestó – ¡Que un hijo mío no pisará tierra argentina calzado con zuecos!
Nos abrazamos, me los probé y parecían guantes por lo cómodos que eran… El viaje duró veintitrés días, no lo pasé muy bien, el barco se movía mucho y mi estómago con él, los de primera me daban golosinas y frutas para escucharme hablar… ¡Por fin llegamos a Buenos Aires! ¿Y si no estaban? Pero los vi, respiré profundo y cuando mi padrino me abrazó creí que me rompería las costillas. A la semana empecé a trabajar, estaba feliz, extrañaba a los míos, pero comía rico, dormía calentito y mi tía me mimaba un montón. Ellos tenían tres niñas y el varoncito era yo. Usé siempre mis zapatos hasta que me quedaron chicos, gastados y transpirados, pero no los pude tirar. Los limpié, los llené de papeles, los puse en la caja y escribí esta carta. La caja me acompañó siempre y cuando compré esta casa los guardé en el desván. Posdata: el que los encuentre, haga lo que quiera, guardarlos, tirarlos, no sé, lo que quieran”.
Terminé de leer la carta y el llanto limpió tantos recuerdos…los zapatos de mi abuelo, que él atesoró con tanto amor, mi bisabuelo que los hizo de igual manera, amor, amor…
Por la noche les conté a mis hijos la historia de los zapatos, subieron al desván y uno de ellos me dijo – Mamá, esto es una reliquia y un orgullo ser de aquellas raíces, los pondré en un estante de mi cuarto y les contaré a mis hijos la historia de estos hermosos zapatos, que quedarán en la familia mientras dure el respeto y el recuerdo de nuestros queridos mayores.


NELLY PAMPIN

Nos acompaña desde el 2005. Ha leído sus textos, muchos humorísticos, en público.
Abuela y Bisabuela, participa también del Taller de Escritura para Discapacitados Visuales del Instituto Bignone. Acepta los comentarios y es respetada y amada por todos sus compañeros.


DOS HISTORIAS POLICIALES


Extraordinaria aventura la de escribir, experiencia única, este dejarse llevar por las imágenes, por los personajes que, de pronto, aparecen y van desovillando sus historias. De un primer impulso (un recuerdo, un sueño, algo leído en el diario, un lugar olvidado) va saliendo el relato que a veces nos arrastra, casi sin darnos cuenta. Tratamos de impulsarlo hacia un lugar determinado, pero es inútil, esos seres que habitan en nosotros, nos imponen sus decisiones, nos arrastran hacia un final que llega incluso a sorprendernos.
Heidi Rossi, especialista en mini- cuentos, propuso un comienzo: “Todo estaba listo para recibir a los invitados, hasta los más mínimos detalles, cuando se cortó la luz”.
Al oírlo, las historias aparecieron, todas distintas, en la mente de cada uno de nosotros.
Elegimos estas dos, de dos integrantes nuevos, porque podrían catalogarse como “policiales”, género que pensábamos “explorar”, utilizando dos relatos, uno de Roberto Arlt y otro de Rodolfo Walsh., sencillos pero atrapantes.



FIESTA

Todo estaba listo para recibir a los invitados, hasta los más mínimos detalles, cuando se apagó la luz. No podía creerlo. Emitió un gruñido de rabia. Había planeado aquel evento por horas. Cerró los ojos y deseó con todas sus fuerzas que volviera la luz. Pero cuando los volvió a abrir todo seguía sumido en la más absoluta obscuridad.
Apoyó la espalda contra la pared. Oyó ruidos en el pasillo. Conque había sido él. No, esta vez no lo arruinaría todo, no se lo permitiría. Estaba preparada.
Él llevaba varios años arruinando su vida, malogrando cada buena oportunidad que había tenido. Pero no esta vez. Hacía semanas que lo había decidido. El plan era perfecto. Sólo un esfuerzo más y ya no tendría de qué preocuparse.
Tanteó la pared a su espalda y avanzó decidida hacia la cómoda. Abrió el cajón del medio. Buscó con los dedos por debajo de los manteles hasta que sintió el metal frío. Tomó el arma con fuerza y sin pensarlo dos veces la amartilló.
Sus ojos ya se habían adaptado a la oscuridad.
- “Pablo, ¿dónde estás?”, llamó con voz dulce.
- “Acá abajo. Dame una mano con estas llaves. No me acuerdo cuál va para arriba y cuál para abajo”, contestó el hombre.
Caminó con paso seguro por el pasillo que llevaba al sótano. Colocó la mano sobre el picaporte pero algo la distrajo. Al otro lado del pasillo la puerta que daba al jardín estaba abierta. No recordaba haberla dejado así, pero no tenía tiempo de pensar en eso. Todavía había un asunto por solucionar.
Suspiró, enderezó la espalda y empuñó el arma firmemente delante de ella. Había pasado suficientes horas pensando y analizando cómo evitar que él volviera a lastimarla. Y tan sólo un par de noches atrás la respuesta había surgido en su mente. Sólo tenía que abrir y disparar. Así lo hizo.
Pero jamás imaginó que pudiera ocurrir aquello.
Volvió la luz que Pablo había encendido antes de caer con un tiro en la frente. Se paralizó. Algunos invitados gritaban de horror al ver la sangre de Pablo que se extendía por el piso. Otros, los que estaban más al fondo y no habían llegado a ver la escena gritaban: “¡Felicitaciones Licenciada!” o “¡Sorpresa!”. De pronto todo fue silencio, el más absoluto silencio. La vista comenzó a nublársele. Sus rodillas se aflojaron, sintió como su cuerpo caía. Eso fue lo último que supo.


NADIA REY

Joven, estudiante, llegó al Taller de Escritura por comentarios de ex alumnos. Es su primera experiencia en contar una historia y se la ve ansiosa por mejorar.


UNA NOCHE

Todo estaba listo para recibir a los invitados, hasta los más mínimos detalles, cuando se apagó la luz. Desde el garaje se escuchó gritar “Pablo, fijate en la caja de las luces que saltó otra vez la térmica”.Pablo fue rápidamente hasta el tablero y conectó nuevamente el suministro de electricidad. Se oyó también, “Ah! Y ayudá a la señora, que los invitados ya llegan”.
Pablo era el criado que hacía las veces de jardinero, chofer y hombre práctico de la casa. Fue hasta el comedor y se encontró con el cuerpo de la señora Inés tirado en el suelo, bañado en sangre, al lado un cuchillo ensangrentado. Horrorizado intentó levantarla pero no había señales de vida; llamó a los gritos al señor Javier, quien vino corriendo y al ver a su mujer en ese estado llamó a la policía y a emergencias.
Cuando llegó la ambulancia comprobó que no había signos de vida, no tocaron nada y esperaron a la policía.
Comienza la investigación. La comisión la integran el inspector Ardañez y el subcomisario Gómez, dos experimentados investigadores; observan detenidamente la escena, a simple vista se trataría de un crimen ya que la señora tiene la herida en la espalda. Interrogan a los dos hombres mientras sus subordinados revisan la casa en busca de pistas. No hay violación de cerraduras ni de ventanas, tampoco señales de lucha en el comedor. Al revisar el cuarto de Pablo los policías encuentran detrás de un mueble un par de guantes ensangrentados y en la manga de un saco, manchas de sangre; además dentro de un florero un fajo de billetes. Aunque Pablo alega inocencia, las evidencias demuestran lo contrario. Comienzan a llegar los invitados y el Sr. Javier debe informarles de la tragedia.

“Parece todo fácil, ¿no Gómez?” pregunta el inspector. “Demasiado fácil, creo que este caso nos va a dar trabajo, veremos qué sucede cuando el Juez les tome declaración”.
Llegó el día del interrogatorio en el Juzgado y están presentes: el Juez, su secretario un escribiente y Ardañez y Gómez.
De las preguntas que hace su Señoría, surge el hecho (que relata el Sr. Javier) que desde hace un tiempo faltaba dinero; lo habían conversado varias veces con su señora y las sospechas recaían en una cocinera, pero no tenían pruebas. Ahora bien, al encontrarse ese fajo de billetes en la habitación de Pablo, el Sr. Javier sospecha ahora, que éste había sido el ladrón, y la Sra. Inés, seguramente lo había descubierto. Entonces Pablo decidió eliminarla.
Pablo insistía en que ese dinero no era suyo, tampoco los guantes, lo que no podía explicar eran las manchas de sangre en su saco.
Siguieron las preguntas y en un momento dado, el Subcomisario Gómez pidió intervenir, el Juez accedió, Gómez pidió ver los guantes que eran la prueba del delito. Los examinó un largo momento y, para sorpresa de todos, le pidió a Pablo que se los calzara. Éste intentó hacerlo, pero sus manos eran demasiado grandes para esos guantes, entonces Gómez le solicitó al Sr. Javier que se los probara. Éste lo miró seriamente y preguntó: “¿De qué se trata todo esto? No veo razón para hacer esta ridiculez”.
“Por favor Sr. Javier, intente ponerse los guantes”, insistió Gómez. El Juez lo miró e indicó que lo hiciera. Javier lentamente tomó los guantes, y se los colocó. Calzaron a la perfección. Primero pálido, luego rojo de furia gritó: “¡Malditos, malditos! Me venían traicionando desde hace tiempo en mi propia casa. ¡Sí, sí, yo la maté! Se lo merecía después de todo lo que hice por ella” y rompió en sollozos.
Una vez completados todos los trámites, los asistentes se fueron retirando. Los últimos, el Inspector y el Subcomisario, iban lentamente caminando por el pasillo de tribunales, comentando lo que había ocurrido. El Inspector le preguntó a Gómez: “Dígame, ¿cómo se le ocurrió eso de los guantes?”. El Subcomisario que caminaba con sus manos tomadas en la espalda, hizo un pequeño silencio y luego respondió: “Fue una corazonada, Jefe, simplemente una corazonada” y se perdieron por el largo pasillo. Afuera seguía lloviendo.


JUAN MILLONES

Se incorporó al taller de Producción este año. Está muy interesado en leer en público y su ambición es poder escribir para Narrar sus propios cuentos. Es asistente puntual y lleva siempre trabajos para leer, acepta con simpatía los comentarios y las críticas, “es muy largo, corte, simplifique”… Al terminar de leer este cuento el grupo (unas veinte personas) aplaudió en forma unánime. Con ese estilo periodístico logró interesar al auditorio.

viernes, 4 de septiembre de 2009

viernes, 28 de agosto de 2009

"A ESCRIBIR NO SE ENSEÑA, SE APRENDE"

Y se aprende, sobre todo, leyendo a los grandes escritores, analizando y descubriendo lo que hay dentro de sus textos, trabajando con imágenes motivadoras y comenzando a desarrollar nuestras propias historias.
Es posible hacer esto a solas.
Pero es bueno compartirlo con otros.
La intención de nuestro Taller es abrir las puertas a toda persona que quiera intentar expresarse a través de la palabra, oral o escrita.
Tratamos de crear un Grupo en el que todos se sientan representados y escuchados por los otros integrantes, en el que no se fomente la competividad malsana, sino el aporte generoso. En el que se comente y critique sanamente, para favorecer la creación del conjunto.
En tres años de trabajo, creo que hemos conseguido un equipo de trabajo sólido.
Agradezco a todos los que han permanecido y a los que llgarán, y he pedido a la más antigua escritora del grupo que nos dé su visión del trabajo.


Graciela Castellanos

Sobre las "Consignas"


Los antiguos persistimos e insistimos, los nuevos se integran, se unen, se mezclan, todos juntos creamos, recreamos, reciclamos...
_¿Cómo reciclamos?
Porque algunos textos son masticados, deglutidos y vueltos a cocinar por su autor. Y recreamos porque utilizamos, con permiso de los autores, sus textos para inventar nuevas historias.
Nos comprometemos a escuchar con atención, a opinar con criterio, a celebrar las producciones originales y a empujar las mejorables.
En años anteriores hemos trabajado con "consignas" que se nos daban. Este año hicimos un juego nuevo, en el que cada uno escribía una línea de comienzo, que tuviera contenida una historia. Luego elegíamos la que más nos motivaba y escribíamos un cuento. Con el mismo "detonante" hemos llegado a escribir más de diez historias completamente diferentes.



Irene Fassi