miércoles, 23 de septiembre de 2009

Publicación por parte de la Dirección de Cultura de Vicente López

En el Año 2006, dos integrantes del Taller de Escritura Creativa, presentaron un cuento en los Concursos Bonaerenses. Nos pareció importante incluirlos en esta Selección.

CUENTO GANADOR DE LOS CONCURSOS BONAERENSES POR VICENTE LOPEZ


EL LEGADO


Bajó del tren con la caja de cartón atada con piolines, miró a lo lejos mientras abarcaba con la mirada los campos de distintos verdes, formando simétricos cuadrados, las lomadas con sus montecillos y aquí y allá los rebaños de ovejas, salpicando el paisaje de blanco.
Después que el tren se marchó lo invadió el silencio, interrumpido sólo por algún pájaro que saludaba su llegada.
Se estiró las mangas del saco, que le quedaban cortas. Empezó a andar, dos leguas lo separaban de la casa, pero estaba acostumbrado a las distancias.
Su caminar era ligero, de trancos largos.
Los últimos rayos del sol caían sobre el horizonte iluminando las pocas casas de paredes blancas.
El humo de una chimenea anunciaba los preparativos de la comida nocturna; una buena sopa con un trozo de pan o quizás un guiso de esos que le gustaban tanto. Como no había comido durante el viaje, apuró el paso.
No bien llegó, dejó la caja con sumo cuidado para sentarse a comer los pocos embutidos que le quedaban y un pedazo de queso con galleta, porque pan no había.
Luego, cortó los piolines de la caja y comenzó a sacar los libros que le había dejado su abuelo como legado.
Pasó un largo rato sentado en su cama, apoyado contra la pared, pensando.
¿Por qué le habría dejado a él libros en ruso?
¿Cómo haría para aprender ese idioma?... ¿Qué imaginaba su abuelo al habérselo dejado?
¿Sería capaz de cumplir con el mandato?
Estas y otras preguntas lo dejaron exhausto, el cansancio lo venció y se quedó dormido.
Al amanecer salió con su rebaño, como si no hubiera pasado un día lejos de allí, con la única diferencia de que, esta vez, llevaba un libro escrito en ruso, con tanta naturalidad como si lo hubiera llevado siempre.
Se sentó debajo de un árbol y comenzó su primera lección.
El día transcurrió sin darse cuenta, como las palabras aprendidas.
Así un día tras otro fueron pasando los meses, los signos extraños le resultaron familiares y las palabras se convirtieron en frases.
Leía y repetía en voz alta con tanta tenacidad, que al cabo de un año el idioma ruso pasó a ser su segunda lengua, sin saber aún porqué ni para qué.
Fue un domingo de otoño, como tantos otros que bajaba al pueblo para reunirse con los vecinos en el único bar oscuro y viejo teñido de verdín y opacos vidrios, que entre risotadas alegres, después de unos cuantos vinos, escuchó que se disponían a mandar la mejor oveja de cada rebaño para concursar en una exposición ovina, nada menos que en Leningrado.
Entre los vahos del alcohol, Nicolás atinó a ofrecerse para acompañar al contingente, dado que manejaba el idioma.
Atónitos y agradecidos aceptaron de inmediato, mientras lo acosaban a preguntas sobre cuándo, dónde y por qué había aprendido a hablar en ruso.
Los meses previos al viaje siguió estudiando con tanta perseverancia, como disciplinada era su vida.
Llegó la primavera de la mano de la partida. La estación de tren era una romería. Todos, hasta los de los pueblos vecinos habían ido a despedirlo, engalanados con sus mejores trajes, como el viajero. Imperturbable, saludaba a uno por uno, mezclando sin darse cuenta algunas palabras en ruso, tal era la práctica que tenía.
Los sombreros al aire, el silbato de la locomotora y pañuelos ondulantes se confundieron en un solo adiós.
Nicolás, sentado junto a la ventanilla, les respondía inclinando la cabeza, hasta que sólo quedó una mancha lejana y otra vez los entramados tonos de verde tapizando el campo.
Concentrado en la lectura pasaba por espléndidas ciudades. Basílicas, parques y monumentos iban quedando atrás, inadvertidos.
Cuando por fin arribaron, presentó sus papeles y salió apurado de la estación, pero luego se demoró recorriendo las grandes avenidas casi vacías, admiró esos fabulosos templos con sus cúpulas y los magníficos edificios. Caminó horas, extasiado.
Nunca había estado en una gran ciudad y aquella era majestuosa.
Se olvidó de las ovejas, que fueron despachadas para un lado, mientras él había tomado el camino contrario.
Se olvidó del campo, del bar del pueblo los domingos a la tarde donde se reunía con los vecinos.
No supo qué papel debía desempeñar allí. Ni siquiera se acordó de la Exposición.
Fue tal el aturdimiento y la impresión que le causó Leningrado, que siguió deambulando por las calles, durante varios días, hasta que lo encontraron, tambaleante, agotado, perdido, sin saber a dónde ir.
Cuando le preguntaron quién era y de dónde venía, no pudo responder.
Se había olvidado hasta de hablar en ruso.
La anciana que lo encontró estaba acompañada por una joven atenta y vivaz. Ambas trataron infructuosamente de conocer su paradero, se ofrecieron a llevarlo hasta el hotel, pero lo vieron tan desorientado y con evidentes signos de haber perdido la memoria, que decidieron hacerse cargo de la situación y amablemente lo fueron conduciendo hasta la casa donde vivían, a unas cuantas cuadras de allí.
Al llegar, Nicolás se desplomó en un sillón, sediento y hambriento. Aceptó la comida y la bebida que le ofrecieron, agradeciendo con movimientos afirmativos y una gran sonrisa.
Ya más repuesto, comenzó a observar a sus interlocutoras, con las que todavía no había cruzado una palabra, a pesar de sus múltiples preguntas.
Le gustó el aspecto que tenían. Saludable la anciana, a pesar de haber pasado los noventa, según le escuchó decir a la nieta, que se esforzaba por atenderlo pretendiendo que la abuela no lo hiciera. La edad de la joven no podía precisarla, pero esa mirada franca, sus movimientos ágiles y ese porte gracioso, le encantaron.

La casa tenía la calidez de las dos. Almohadones de colores, cortinados con flores, mucha madera, una enorme chimenea prendida, libros y fotos alrededor.
Se detuvo mirando una por una. Mientras lo hacía algún lejano recuerdo lo sacudió.
Volvió a tomar la del marco ovalado, donde una pareja joven, vestida con ropa de principios de siglo, sostenía en brazos a un bebe recién nacido, con su traje de encajes y al lado un varón vestido de marinero, que tendría cinco o seis años.
Se quedó pensando qué era lo que le resultaba conocido, si la pose para la foto, tan usada en esa época, la vestimenta o la cara de ese chico que le resultaba familiar.
Se dio vuelta para responder con la mayor naturalidad que sí, que le gustaban las fotos, pero esta vez lo hizo en el idioma de las dueñas de casa y continuó hablando en ruso.
Contestó a cada una de las preguntas que se amontonaron, como ellas, en torno a él.
No podían salir de su asombro al escuchar que había aprendido solo y a fuerza de tenacidad, ese idioma que ahora fluía naturalmente.
El sentía la satisfacción de ver sus esfuerzos recompensados. Era tan fascinante poder comunicarse y escuchar y entender en ruso.
Entonces le tocó a él preguntar y querer saber sobre las dos mujeres.
Al día siguiente lo acompañaron hasta la Exposición que ya había comenzado.
Sus ovejas se destacaban y tenían grandes posibilidades de salir galardonadas.
Su orgullo aumentó aún más. Se sentía eufórico. Le parecía estar viviendo un sueño.
Las damas que lo acompañaban, también.
Había surgido un rápido entendimiento y un cálido sentimiento entre ellos.
Era como si se hubieran conocido toda la vida.
Volvieron a la casa cuando los últimos rayos del sol caían sobre las cúpulas de la gran ciudad, mientras la charla se encendía de recuerdos, como ese atardecer.
Tomó otra vez la foto que le resultaba familiar para seguir observando.
La joven se le acercó y viéndolo tan intrigado le explicó quienes eran esos personajes.
La anciana era la beba de la foto, junto a su hermano. El padre murió cuando éste era un adolescente, dejándole como legado terminar sus estudios y graduarse en Inglaterra, adónde se instaló, formó una familia y nunca más volvió, resentido con su madre y con su hermana, por haberlo dejado partir, a pesar de no querer cumplir con semejante mandato.
Supieron que tenía campos, con rebaños de ovejas, que sus nietos cuidaban.
Nicolás miró hacia la biblioteca y vio, ya sin asombro, que en un estante faltaban seis o siete libros que no habían sido reemplazados. Entonces comprendió que ese hueco nunca había podido ser llenado.
Comprendió todo. Una carcajada estalló en el silencio de la casa, no podía dejar de reír.
El destino había dejado de ser impredecible.


María Marta Solanas

Es integrante del Taller de Escritura y de las Lectoras de la Costa. Después de un año de ausencia, se ha reintegrado al Taller de Producción
Soy Maria Marta Solanas, vivo en Vicente López y hace cuatro años que estoy en el Taller Literario o de Producción de Grace (como le decimos cariñosamente).Cada año se renueva el grupo y esto lo hace todavía más estimulante. Siempre me gustó escribir, pero asistir al Taller me ayudó muchísimo.

AÑO 2006

CUENTO GANADOR EN LOS CONCURSOS BONAERENSES POR TIGRE Y FINALMENTE POR ZONA NORTE

EL NACHO


Juan Ignacio Leyenda, era conocido como “el Nacho”.
-Por el viejo Nacho, vió- respondía con agrado cuando le preguntaban por el origen del sobrenombre.
A él, que había sido mi amigo, buscaba yo esa noche.

-Usted quedesé aquí, que yo le cuento, decía la vieja, mientras se iba a cambiarle la yerba al mate.
Ella había prestado la casa para el velatorio, que se hacía en la pieza de adelante, la que se usaba como comedor cuando había visitas. Y de esto hace ya tiempo, cuando su familia era grande y trabajaban el campo y ella cocinaba para todos, también lavaba para afuera y cuidaba la huerta.
-Toma amargo, ¿no?- y me estira su mano huesuda con el mate y en la otra la pava renegrida, vaya uno a saber desde cuántos hollines.
-El Nacho, murió en su ley, por no hacer caso -comienza mientras busca en el fondo del bolsillo del delantal desteñido un pañuelo todo arrugado, con el cual se frota la nariz y lo vuelve a guardar, allá en el fondo, como buscándole su lugar.
-Él vino aquí desde Tres Bocas, decía. Iasí hay de ser, porque a veces desparecía por un tiempo, luego volvía, entonces las gurisas se alborotaban y las no tanto parecían alzadas. Siempre pasaba por acá, para que le lavara alguna ropa o de pasada tomaba unos mates, dispués seguía. Pero casi siempre paraba en lo de la viuda del Alcíbar, la Lucre, cuando todavía no era viuda. Y fue en una de esas llegadas cuando una vieja gitana del campamento lo alertó, cuando aún vivía el finado, el Alcíbar. Le dijo: “tenés que irte de esa casa, que te va a traer desgracias y se lo dijo mirándole las palmas de la mano”. Y él se rió, como se ría siempre con esa risa grande, de dientes perfectos, amarillentos del tabaco, en esa boca deseada. Hasta yo le miraba la boca, y eso que estoy vieja… por qué no apareció antes - terminó como en un murmullo entre dientes y un dejo libidinoso en los ojos grises rodeados de arrugas, mientras semi agachada y arrastrando los pies llegaba hasta el tacho de basura donde volvía a cambiarle la yerba al mate.
Puso la pava en la cocina a leña y le agregó algunos troncos, que chisporrotearon el fuego y el humo se expandió en el cielorraso lleno de hollín.
-Le contaba esto –dice-, pero además el Alcíbar lo había maldecido cuando lo encontró besando a su mujer, “Te vas a morir degollau, hijoeputa y el diablo te va a llevar”, lo insulta y quiere golpearlo, pero se cae, del pedo que traiba, y el Nacho se ríe con la risa grande, monta y se va.

Entrecerrando los ojos frente a una ventanilla con cortina deshilachada, continúa:
-Da que a los meses al Alcíbar lo encuentran muerto en el campo, disquen se ha caido del caballo, las malas lenguas le echaron la culpa al Nacho, nunca se supo bien -me mira de reojo y carraspea.
Tose ahogada por el humo y sigue, luego de chupar el mate hasta sentir el ruido característico al terminarse el agua.
-Y anoche se cumplió la maldición; él me había contau sus sueños, de ir solo y sentir que lo llamaban, “Nacho, Nacho”, pero nunca se acordaba si era una voz de mujer, y que le chiflaban atrás.
-Y anoche, repite, deseguro con la tormenta lo perseguiría la maldición del finao y solo en esa tierra de Dios y al galope, que se hace más largo con el susto, no va que el caballo se le manca, justo cuando se da vuelta porque sintió los chiflidos, y lo revolea por el aire y lo degüella el alambrado electrificado por un rayo, y al caballo también lo encontraron degollau, sí, sí, a los dos… -reafirma mirándome de reojo, tal vez buscando mi reacción.
-Y usté me preguntará deseguro, por qué dos velorios; le cuento, uno es en lo de la Lucre, su comadre, la viuda del Alcíbar, ahí están velando la cabeza del degollau, el Nacho. Y usté sabe que ella estaba enamorada de sus ojos y de su boca, a la que habrá besado la muy cochina -murmura esta última frase.

José Benedicto Galvanes


Participó en nuestro Taller de Escritura durante dos años. Reside en Pacheco y escribe cuento y poesía.

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